martes, 31 de diciembre de 2019

Last night

Martes.
21:48

 

Analizar la fiesta de nochevieja es utilísimo para conocer la etiología del borreguismo. Se celebra porque se celebra, y punto. “-¿Por qué la celebras tú?” / “-Porque se celebra, porque es nochevieja, porque se acaba el año” -dicho así, con cara de perro pachón. Y punto. "Porque se acaba el año". He ahí un argumento aplastante. Se acaba, sí, ¿y qué? También se acabaron febrero, junio y octubre, pero no montamos una fiesta en esos casos. Mañana seguirá todo en el mismo sitio en el que lo dejarás hoy. No se terminará nada ni empezará nada nuevo, exceptuando tu suscripción a Netflix y Spotify. El paso de un año a otro no supone más que un cambio de dígito, y por eso nochevieja es una fiesta inútil que, además, atenta contra el instinto de supervivencia en su sentido más básico. Estamos empeñados en subsistir a diario, pero aprovechamos, sin embargo, el 31 de diciembre para forzar una despedida del todo vacía. Y digo bien: nosotros. Porque yo, igual que tú, soy un borrego y, además, el mayor hipócrita sobre la faz del planeta. Yo, igual que tú, también me he despertado con taquicardia por la presión de tener que escribir un final a la altura de las circunstancias y la necesidad de dejar secos todos los bares y cafepabs de este mi querido e insigne pueblo. Por supuesto, he sido débil y he hecho lo que se esperaba de mí -qué menos-, de modo que, seguramente, lo que me mueve a hablar ahora es un ataque de ira jupiterina. Heme aquí, tumbado como un bon vivant en horas bajas tras haber estado regalando el gaznate durante ocho horas para, en quince minutos, levantarme con las pilas recargadas y dispuesto a ver amanecer subido a una farola. Y ello a pesar de que no creo en esto. Las emociones no pueden cercarse en 365 días, de modo que no te deseo todo lo mejor, acompañado de un sinfín de manidos etcéteras, sólo para 2020, sino para siempre. Feliz año, por tanto, se queda corto; será mejor decir feliz vida.


miércoles, 18 de diciembre de 2019

El remate

Miércoles.
00:51

 

José Ángel Valente me ordena cantar "como un pájaro ciego en este día indescifrable de perdón", pero la voz no brota de mi garganta lacerada. Es culpa, quizás, del viento decembrino, que se cuela por la boca como una navaja, pero lo descarto: resulta que la metástasis se extiende al plano escrito. Sé que tengo algo que contar, y el concepto se dibuja meridianamente en mi cabeza, pero es despegar los labios o enfrentarme a la hoja en blanco y convertirse la idea en una sombra. Creo que antes no tenía ese problema, o quizás sí, pero lo resolvía con más facilidad. ¿La clave del cambio? La desconozco. Puede que ahora sea más paciente, puede que menos conformista.

 

1:15

Como Gil de Biedma, "me avergüenzo de los palos que no me han dado". También me alegro de los que sí. Deberían haber sido más, ojalá hubieran sido más. Uno necesita siempre que le digan lo malo que es haciendo lo que más le gusta. Sólo así no decaerá el afán por demostrar lo contrario.

 

1:42

Estoy escribiendo sin saber adónde voy a llegar. Lanzo una primera palabra, ligeramente repaso mi entorno, lanzo una segunda y trato de enlazar ambas. Pienso que algo así es lo que hace Vinicius sobre el césped. Él se empeña en fintar una vez y otra sin tener antes claro que ello debe servir para algo. Esto que escribo, ¿para qué sirve si no lo remato en condiciones?

 

20:52

Acaba la primera parte del Clásico en el Camp Nou. Sin goles. El Madrid de Zizou tampoco tiene remate, aunque sí que teje los prolegómenos con sentido. Es como la prosa campanuda. La poesía de la experiencia, por su parte, se parece algo al mourinhismo: por un lado, el estilo de ambos genera un intenso debate en torno a la belleza; por otro, no han sabido decir adiós cuando debían. La narrativa de Jorge Luis Borges, ah, la narrativa de Borges, es el maldito Barça de Pep.

 

21:03

Mostrarme optimista durante un Clásico nunca me ha dado buen resultado. I shall kill no albatross.

 

21:37

Veo Árboles Retorcidos.

 

22:16


           Empate a cero. Ganar como sea, pero ganar, o tratar de hacerlo de forma genuina y arriesgarte a quedarte en el camino. Ni este partido ni este texto ayudarán a sacar conclusiones sobre ello.

Foto: árboles retorcidos en Otíñar.


viernes, 6 de diciembre de 2019

La muerte de Fernando Martín

Viernes.
00:31

      De Fernando Martín hay una imagen que no me quito de la cabeza. Entre los restos de su Lancia Thema carmesí, un amasijo de hierros tras el accidente que le costó la vida en un 1989 próximo a la extinción, reposaba, sobre el asfalto de la M-30, una foto. En la misma aparecía Fernando, imponente, hercúleo y vistiendo la camiseta madridista, pero su sonrisa, antes envidiable e impoluta, estaba manchada de gotas de sangre aún fresca, que era la suya propia. Aquello lo recogieron las cámaras de televisión de la época, y ese plano se convirtió en el eufemismo perfecto del desenlace mortal del suceso. "Los bomberos tuvieron que rescatar el cuerpo, ya inerte, de entre los hierros retorcidos", informó Matías Prats en Televisión Española. Una estructura humana que parecía indestructible, reducida a la contorsión grotesca. Hoy aquello se habría tachado de sensacionalista, pero, entonces, nadie alzó la voz contra la manera de tratar la noticia. No sé si ahora somos más sensibles; quizás sí más sensatos. Al menos en este aspecto.
Lo primero que supe de baloncesto fue Fernando Martín; lo segundo, su muerte. Por eso, cada vez que vuelve a hablarse sobre él o que reproduzco vídeos en los que se recopilan sus jugadas, no puedo evitar, en cierta manera, sobrecogerme, acaso también compadecerme: da igual lo que vea o lo que me cuenten, porque ya sé el final terrible de la historia. Borges escribió una maravilla de poema, compuesto por dos sonetos y titulado 'Ajedrez', en cuyo terceto final dice: "Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonía?" Tampoco yo tengo una respuesta, pero, sin duda, ese Dios detrás de Dios -naturaleza, sino, el nombre no me importa- lanzó aquel 3 de diciembre ochentero una advertencia: "Puedo crear una obra maestra sin esfuerzo y, si quiero, sin esfuerzo puedo destruirla". ¿Quién -pregunto yo-, quién está a salvo de la podredumbre de la existencia?



sábado, 30 de noviembre de 2019

Saltar sin arnés

Sábado.
2:37

 

Una vez alguien me dijo que la mejor manera de aprender es a base de hostias. A base de recibirlas, vamos. No hay que tener miedo al error. Más que aprender a hacer bien las cosas, hay que aprender cómo no hacerlas mal, y para eso es obligatorio dar un patinazo de ver en cuando. En el conocimiento a fondo del fallo está la base del acierto. Sé que meter la pata es vergonzoso, que, cuando eso ocurre, uno no sabe dónde esconderse para huir de la sensación de ridículo y que, como el quid de la vergüenza está en el hecho de saber que la hemos cagado, al principio pensamos que estaríamos mejor si no fuéramos conscientes de ello, pero es que, sin esa percepción, el fallo es como si no hubiera existido y, por ende, no habrá aprendizaje. Además, por lo general, equivocarse no suele ser tan duro. Las consecuencias del error normalmente se diluyen con rapidez o pasan casi desapercibidas. Somos nosotros, en nuestro bochorno, quienes exageramos la mancha. Pero reconozco que, aun evitando esa amplificación, el trámite no deja de ser lacerante. En definitiva, para mejorar, para prosperar, es imposible no convivir con el dolor. Esta tarde, por ejemplo, he cometido un fallo en una noticia que se publicará al amanecer. Me he dado cuenta nada más llegar al piso, poco después de haber salido de la redacción pero demasiado tarde para enmendarlo. No hay sensación más insoportable que la de percatarte de que has consumado una falta aun habiendo tenido tiempo de sobra para subsanarla mientras el muerto yace ante ti todavía caliente. Hablo de acudir a un velatorio sabiendo que tú eres el homicida imprudente que no oyó la llamada de socorro. En estas situaciones el dolor se multiplica por una cifra kilométrica y sume al culpable del delito profesional en el estado predepresivo del “y si” -¿y si hubiera leído mejor la información? ¿Y si no hubiera redactado con tanta prisa? ¿Y si hubiera repasado bien el texto antes de entregarlo? ¿Y si me hubiera dedicado a otra cosa?- Entiendo que el problema es habitual en el mundo del periodismo, pero sólo irremediable en prensa escrita en papel, no en los medios digitales. En el primer caso, lo que se imprime en la página se queda en la página hasta que se convierte en polvo, tanto si está bien como si está mal, y eso te obliga a permanecer siempre alerta; en el segundo, basta con editar la publicación para subsanar un error, lo cual, a la larga, acaba restando relevancia al hecho de equivocarse. Resumiendo, en ambos casos puedes llevarte hostias, pero las que te tumban sólo se reparten en prensa escrita en papel, y el miedo a recibirlas y no poder levantarte hace que aprendas más rápido cómo esquivarlas con maestría. Si uno escala un precipicio con arnés, afronta el reto sabiendo que está asegurado y no le importa dar un paso en falso porque sabe que no va a caer al vacío, pero si sube la montaña sin protección, a pelo, el miedo hace que la concentración aumente, que se adquieran habilidades félidas y que la probabilidad de éxito sea mayor. Pese a ello, está claro, el riesgo de tropiezo fatal no desaparece, y cuando eso ocurre, mientras uno cae al vacío no piensa en que la próxima vez no cometerá el mismo fallo, si es que hay próxima vez, sino que se flagela con ira usando como látigo una desgarradora pregunta: ¿por qué cojones no me puse un maldito arnés? Ahora comprendo que esta parrafada es inútil, que lo único que pretendía era minimizar mi fallo en la noticia que saldrá mañana para no tener que afrontar sus consecuencias, hacer como que aquí no ha pasado nada y aferrarme a la comodidad que ofrece la ignorancia. Pero cuando tu cuerpo se estampa contra el suelo no hay nada que camufle el horrible estruendo del choque. Por suerte, el periodista en papel diario tiene siete vidas. Yo hoy he gastado otra.

La foto está hecha desde el Castillo de Otíñar.




miércoles, 20 de noviembre de 2019

Existencia

Miércoles.
17:12

 


        Llueve de nuevo en la calle San Clemente y resuelvo quedarme en casa. Pongo la calefacción al máximo, me tumbo en el sofá y, sin apenas pensarlo, me entrego a la condena de todo aquel que gusta de escribir como medio de catarsis: la corrección perpetua, enfermedad sin cura posible. Decido escuchar, de fondo, algo de música. Sólo instrumental -si no, no voy a concentrarme-. Enciendo la esmartiví, busco, en YouTube, un par de palabras clave, escojo una sugerencia y dejo que la aplicación decida por mí qué seguir oyendo. Las piezas musicales van sonando una detrás de otra. Hay algunas que ya conocía y otras que no. De estas nuevas, varias me gustan especialmente, pero o no alzo la vista para leer título y nombre del compositor o, aunque lo hago, no retengo ninguna de las dos cosas. Empieza una nueva melodía. Esta me suena, aunque no recuerdo cómo se llama. Lo consulto en la pantalla: ni idea, diría que es la primera vez que leo el título, pero me reafirmo en que ya he escuchado antes esta música. Pasan dos minutos y la pieza se termina. Ahora estoy plenamente convencido de que no recordaré el título mañana. Entonces me asalta una duda: ¿me habrá pasado lo mismo ya antes? Me refiero a exactamente lo mismo: la canción, su residuo en mi memoria, la ausencia del qué, del cómo y del cuándo. Del cuándo, sobre todo el cuándo. Y, si es así, ¿no me volverá a pasar? En principio no me importa; luego acaba por inquietarme, sobre todo si pienso que algo parecido ocurrirá con el día de hoy. En el futuro, seguro, volveré a vivirlo, a revivirlo -la lluvia, el cobijo, la intimidad-, y seré consciente de que habrá habido otros días iguales e indispensables para alcanzar ese mañana hipotético, pero tampoco me acordaré del cuándo. ¿Cómo puede ser perecedero el recuerdo de algo que tuvo tanta importancia en la construcción del porvenir? Acaba de escampar. Por la ventana observo el suelo mojado. Mañana lloverá de nuevo, y el agua que caerá será la misma de hoy aunque no venga de la misma forma. La existencia se compone de un sinfín de muertes pequeñas.




martes, 19 de noviembre de 2019

El Jimi Hendrix bético


          El 25 de abril de 1977 -el 26, si se es estricto con la hora-, el Real Betis ganó ante el Athletic Club la primera Copa del Rey de su historia. De aquel equipo, al aficionado actual le sonarán los nombres de emblemas verdiblancos impertérritos como Cardeñosa y Esnaola -que paró tres penaltis y marcó uno en la tanda-, y puede que el de López, uno de los héroes béticos en la larguísima final -hizo los dos goles del equipo, uno al filo del descanso y otro en la segunda parte de la prórroga-, pero quizás se le escapen otros como el del futbolista que ocupaba la posición de extremo derecho en el conjunto dirigido por Rafa Iriondo y que ese día consiguió su primer y único título. En la época, sin embargo, resultaba harto complicado que pasara desapercibido, tanto por su juego como por su look. En cuanto a lo primero, este atacante patilargo con el nueve a la espalda conducía la bola hábilmente y con elegancia, y no se arrugaba a la hora de jugársela tirando a puerta; en lo que se refiere a lo segundo, lucía un frondoso peinado a lo afro -se declaraba admirador de Jimi Hendrix y fue bajista en una banda, los Deep Sounds- y bigote, elemento que desapareció de la estética futbolera hace demasiado. En la calle seguro que hubo quien le confundió con el entonces madridista Breitner, pero su sangre era asturiana, a pesar de haber nacido en el municipio sevillano de Peñaflor, donde su padre trabajó de minero. Como de Sinatra, de Alfredo Megido puede decirse que vivía y vive a su manera.
    Si su fútbol y su apariencia resultaban llamativos -antes de dejar crecer su cabellera funk por una apuesta ya vestía extravagantes camisas fuera del campo-, con su carácter ciertamente subversivo ocurría tres cuartas de lo mismo. Antes de llegar al Betis, en su etapa vistiendo los colores de su querido Sporting, en el que compartió delantera con Quini, se enfrentaba al público si se le pitaba, le llamaron maricón, le tacharon de fiestero y la noche de 1974 en la que marcó, en el Bernabéu, el gol 500 en Primera del equipo gijonés -ese día hizo doblete- se atrevió a afirmar, en caliente, que don Santiago chocheaba. Fue después de que el actor José Bódalo, madridista reconocido, le asegurara que el eminente dirigente blanco había restado mérito a su actuación. Ese episodio, dicen, pudo frustrar su posible fichaje por el Madrid.
         Sin embargo, sería injusto destacar sólo este aspecto de su biografía. A pesar de que salió del Sporting enfrentado a la directiva y de que su fama de díscolo le acompañó el resto de su carrera, su talento balompédico era innegable. De no haber sido así, hoy habría caído en el más absoluto olvido. En aquella final interminable de 1977 no hizo ningún tanto, ni siquiera desde los once metros -fue sustituido por Eulate en la prórroga-, pero sí lo había conseguido algo más de un par de años antes en su debut con la selección española ante Escocia -uno de los mayores logros de su carrera-, aunque con cierta polémica que hoy hubiera requerido la intervención del VAR. El guardameta escocés repelió un remate de cabeza suyo, pero el balón le llegó de nuevo y lo empujó con la diestra. Si no besó las mallas fue porque un defensa lo detuvo con la mano cerca de la línea. Para regocijo de Megido, el colegiado acabó concediendo el gol después de haber pitado penalti. Ese partido fue el único que jugó con el combinado nacional. Puede que su espíritu rebelde no fuera visto con buenos ojos por el prudente Kubala, el entonces seleccionador, pero eso no le hizo cambiar ni un ápice su manera de afrontar el fútbol y la vida.
        Hoy, después de haberse arruinado, pasar casi dos décadas en Cuba y tener que ser intervenido por sus problemas cardíacos, reside en el Avilés que le vio nacer como pelotero y como símbolo de una España ansiosa de vivir sin miedo.


viernes, 15 de noviembre de 2019

Fútbol sonajero

Viernes.
2:58

       Cuando uno no sabe qué contar sólo le queda intentar engañar al lector para no sentirse un inútil. El uso excesivo de artificios literarios, la verborrea pomposa y la rimbombancia son buenos recursos para lograrlo. Que se atreva alguien a decirme lo contrario. Que cualquiera que haya tenido que afrontar la redacción de una crónica cerca del cierre del periódico tenga la poca vergüenza de mentir abiertamente y asegurar que no lo ha hecho nunca. Vamos, reconoced que sí. ¿O es que acaso sois todos malditas máquinas sin fallo? ¿O quizás vuestras preclaras mentes son joyas sin par de la naturaleza que siempre, bajo cualquier circunstancia, consiguen rendir al máximo y ser completamente originales? Como yo, sabéis que no, y también como yo, habéis tirado en más de una ocasión de vuestra mayor o menor pericia lingüística para salir del paso. Y seguro que, en algunos de estos casos, hasta han venido a daros una palmadita en la espalda por el resultado. Y vosotros, mientras os aguantabais una risa boba, pensando: "Si fue una puta mierda lo que escribí". Sin embargo, hay que tener mucho cuidado con eso. Mi padre repite a menudo una frase que su abuela solía decir cuando alguien se dejaba medio plato de comida pese a haber pedido una ración copiosa: "Se llena antes el ojo que el buche", y eso mismo es lo que ocurre con el barroquismo. Como recurso puntual es excelente, pero como estilo definido -lo que Marsé llamó "prosa sonajero"-, agota en seguida, sobre todo si nunca o casi nunca tienes nada que decir.
      Isco Alarcón es un futbolista sonajero. Al menos, ahora mismo. Da coraje reconocerlo, pero es así. He intentado negarlo, de veras, con todas mis fuerzas, le he defendido a capa y espada incluso cuando se esforzó más en usar las redes al estilo chuleta que en jugar como el trequartista de época que ya había demostrado que podía ser, y me he dado cuenta de que aquello era inútil. Su técnica exquisita llena el ojo, claro, provoca que quieras mucho más de él, pero el buche, después de comprobar que detrás de tanto malabarismo sólo suele haber humo, se sacia demasiado pronto. A pesar de eso, durante estas cinco temporadas y poco -está bien, restemos el año y medio que, juntando varias etapas, su juego ha sido efectivo- a uno le han entrado constantemente ganas de pedir una nueva ración de Isco, y él se ha encargado de servirla, aunque en cantidades dispares. Ahora ya, sin embargo, ni siquiera eso. Quizás es que de Isco no hay más carne que roer, quizás es que el malagueño ya sólo se ha quedado en el hueso.


Fotografía: Marca - Chema Rey.


miércoles, 6 de noviembre de 2019

El corte de pelo de Rodrygo

Miércoles
23:02

      Hace algo más de un mes aseguré que no imitaría el corte de pelo de Rodrygo como sí hacía, hace veintiuno, veintidós y veintitrés años, con el de Ronaldo. Su hat-trick no ha hecho tambalear ni un ápice la firmeza de mi promesa. No obstante, he guardado la maquinilla para alejar la tentación de mi vista. Sólo por si acaso.
      Rodrygo es una anguila, un pez espada que nada sobre el césped con la misma habilidad con la que asesta estocadas al rival. Su elegancia bebe de la espontaneidad, y eso le exime de tener miedo. Yo, en cambio, lo tengo. Tengo miedo de acabar saliendo a la calle un día con el peinado de Rodrygo, y presiento que me quedan por delante unos cuantos años de sinvivir, a no ser, claro, que el chico decida cambiar su estilo y cortarse el pelo a lo dandi. Si eso ocurre, puede que me anime a pedir cita de nuevo a un peluquero profesional después de ocho años. Ser esclavo de tus palabras es la mayor de las idioteces.


Fotografía: AFP - Pierre-Philippe Marcou


lunes, 4 de noviembre de 2019

El dominio de la eficiencia comunicativa

Lunes
13:24

 

        El dominio de la eficiencia comunicativa puede ser innato, pero también alcanzarse si se trabaja lo suficiente. Yo admiro a los que lo logran a base de esfuerzo -entre otras cosas, porque soy incapaz de conseguirlo-, pero me resulta inevitable envidiar de forma enfermiza a quienes nacen con tal cualidad, que, además, está íntimamente relacionada con la habilidad para asociar conceptos de naturaleza diversa con maestría. Es el caso de José Juan Arjona, ilustre botánico callejero de Torredonjimeno. Hoy, mientras paseo a Joey, él deambula por la Plaza de Santa María, como prácticamente a diario, inmerso, de seguro, en cavilaciones cuyo sentido escapa al entendimiento del resto de mortales en la Tierra. Detiene su paseo, se me acerca -ojos diminutos, como dos botones, desordenados y tímidos- y me cuenta que piensa que tiene gripe y que está leyendo 'En el camino', de Kerouac. "La cabeza me estalla, tengo dentro una locomotora", me dice antes emitir una risita inocente y de comentarme que, por culpa de ello, ayer se puso el pijama más temprano de la cuenta. Le recomiendo que se tome un analgésico y me responde que está ahorrando para comprarse unos sobres de ibuprofeno aunque sabe que no le sientan bien. De repente llaman su atención los carteles electorales, especialmente, los de Unidas Podemos. "Todo el poder para lo público", lee, a lo cual añade: "Un país idílico. Idílico, idílico, que me den un trabajo". Ahora soy yo el que sonríe, si bien no le respondo inmediatamente porque el perro ha dado un tirón. Tardo apenas un segundo en comprobar que no se ha cagado en lugar indebido, me vuelvo para seguir con la charla y... sorpresa: el Arjona ha desaparecido. No me cuesta encontrarlo, sin embargo: está unos metros más adelante, pidiéndole tabaco a un niño, porque para él cualquier transeúnte es susceptible de convertirse en alma caritativa que acepte donar recursos a su causa autodestructiva, pero el chaval lo mira confuso y le comenta que cigarros tiene, pero que son de chocolate. La misión culmina sin éxito y el Arjona regresa a mi lado. Se marcha poco después, y lo hace en silencio, como si se tratara de un espectro.







miércoles, 23 de octubre de 2019

Efectivamente

Miércoles
8:39

      Efectivamente, aún no he terminado el relato. Es más, no he vuelto a escribir nada desde que lo dejé el sábado. Huelga decir que sabía de sobra que era eso lo que iba a ocurrir. Ahora, aunque quede más día por delante del que debiera, resulta obvio que no podré acabarlo. Ni siquiera lo intentaré, claro.
Si queda más día por delante del que debiera es porque mi vecina del piso de arriba ha vuelto a afilar los tacones y, tras enfundárselos, los ha usado para taladrar el suelo -mi techo- mucho más temprano de lo que yo merecía. Es usted bajuna, vecina del segundo, y lo peor es que no lo sabe, porque de esto habría de darse cuenta. Quizás la convierta en personaje, pero no en el relato que empecé el sábado, sino en otro. Más tarde tomaré algunas notas.

23:26

      La jornada ha vuelto a alargarse más de lo esperado. Tampoco he tomado nota alguna. Pero, oh, silencio: la lluvia.



sábado, 19 de octubre de 2019

La pelliza

Jueves.

23:08

      Escribir a contrarreloj un relato cansa tanto como tratar de salir airoso de una noche en la Feria de San Lucas. Ambas experiencias te llevan al límite en el plano físico, en el intelectual y hasta en el emocional. Cuesta mucho recuperarse, pero en los dos casos siempre juro que no volveré a pasar por ello el mismo número de veces que me prometo hacerlo de nuevo. Apatía, public enemy number one.


Viernes.

12:06

      Hoy, como otros días en los que llevo prisa, he decidido no desayunar y pillarme un maldito cruasán relleno en la máquina expendedora de la redacción. En lugar de una tostada y un café hirviendo. No es la primera vez que lo hago y me arrepiento. El hombre es el animal que tropieza dos veces en la misma piedra.



Sábado.

11:47

      A acudir a la feria me he resistido este año, pero, a cambio, he empezado un nuevo relato. Me he propuesto tenerlo terminado el miércoles. Habrá noticias al respecto.


19:54

      Va pegando la pelliza. Ya era hora.



miércoles, 9 de octubre de 2019

Hoy me han hecho indefinido

Martes.

00:26

      Hoy me han hecho indefinido. No lo digo con jactancia: uno a veces se beneficia de las circunstancias y punto. Ni siquiera he acogido la noticia con alegría. Se lo he comunicado a todo el mundo, sí, pero, más que porque estuviera contento, porque se supone que debía estarlo. Ser indefinido te ata a un lugar, y yo nunca me he imaginado veinte años en un mismo trabajo. Ni diez. Ni cinco. Es más, hasta ahora, siempre que he llegado a un sitio ha sido pensando cuál iba a ser mi siguiente paso fuera de allí. El atractivo de las cosas que deseas dura lo que tardas en acostumbrarte a ellas una vez alcanzadas; después, se convierten en una sombra más del bizantinismo urbano. Estar encadenado a algo hace que la existencia se vuelva algo gris.
Esta noche tampoco me ha dado tiempo a coger el bus, por lo que he tenido que volver andando desde la redacción. En realidad, no es algo que me importe demasiado. Incluso lo deseo la mayoría de las veces. Se trata este del momento del día, junto al desayuno, en el que estoy más lúcido, y necesito dilatarlo y aprovecharlo todo lo posible. Esta vez, regresar a patita -ahora que hablaba vagamente de cromatismo citadino-, me ha servido para advertir algo curioso: la metrópoli es mucho más rica en colores de noche que de día. O quizás lo adecuado es decir que los colores se vuelven más ricos tras la puesta de sol. Esa circunstancia te inspira perspectivas intrépidas y aberrantes. ¿Qué ocurriría si decidiera esfumarme sin dejar rastro? Una madrugada indefinida. Eso sí lo firmo ahora mismo sin ningún reparo. 



domingo, 6 de octubre de 2019

Estoy perdiendo la voz

Viernes.
1:28

      Estoy perdiendo la voz, y eso significa que estoy perdiendo la inocencia. Durante mucho tiempo quise entrar en un saloon en el minuto 120 con un Spencer y gruñir aquello de quién es el dueño de esta pocilga, pero ni me he cuidado nunca la garganta ni mis jodidas cuerdas vocales son las de Constantino Romero. Mateu tampoco las tiene, pero no le importa hacerse la pregunta a sí mismo mientras se mira al espejo antes de salir a pitar cada partido: -"¿Quién es el dueño de esta pocilga, Mateu?" / -"Tú, eres tú", se contesta.
      Esta noche no dan ni un western ni fútbol en la tele, sino boxeo. Eso me recuerda que hubo una época en la que también quise gritar Adrian desde el ring. Aunque tampoco hubiera podido. O sí, pero no se me habría oído lo suficiente. No sé si a Primitivo Rojas se le hubiera oído, pero seguro que se le hubiera entendido mejor que a mí. Él confesó hace tiempo que, siendo joven, se propuso no dejar de entrenar hasta conseguir que su dicción fuese perfecta. Lo logró, no cabe duda; de hecho, practica la silabación pulcra hasta en la farmacia. Eso tiene un contratiempo: en la vida cotidiana es difícil que alguien te tome en serio si hablas así. Es más, si Primitivo Rojas entrara en un saloon con un Spencer preguntando por la identidad del dueño de esa pocilga y yo estuviera saboreando un güisqui en la barra, no le haría ni puto caso aunque llevara puesta la careta de Clint. Hablando de caretas, aún no me he quitado la del viernes y ya es lunes. Ayer, en el cine, Ricardo Solans le puso voz por vez enésima a Robert de Niro. En otra sala, hacía lo propio con Stallone. Como hace treinta años. Ni Mateu Lahoz, ni Joaquin Phoenix, Ricardo Solans es el dueño de esta pocilga llamada supervivencia.



viernes, 4 de octubre de 2019

¿Cuál es mi estilo?

Jueves.
1:38

        Hay algo que nunca he confesado y que hoy, vaya usted a saber por qué, necesito revelar, por muy doloroso que sea para alguien como yo, que aspiro a malvivir escribiendo: no tengo estilo propio. Ni literario ni periodístico. Cero. Me refiero a eso que llaman ‘la voz’ o ‘el estilema’. No, no he 'encontrado' mi 'voz' -y creo que aún ni siquiera soy consciente de lo ardua que resulta la tarea-. Cuando me siento ante la página en blanco y empiezo a escribir, lo único que hago es limitarme a imitar al novelista o al articulista trend de turno. Leo, por ejemplo, un texto de Jabois, me empapo de su prosa y trato de imprimirlo en mis textos. Y así con unos y con otros. Por eso digo que no tengo estilo: la manera en la que escribo, más allá del criterio de elección, no tiene nada de mí, sino que se compone de cientos de pequeños matices de otros. La consecuencia: me convierto en un trasunto fallido de cualquier genial juntaletras y, lo que es peor, en un ratero de tres al cuarto. Deberían ponerme unas esposas. Deberían llevarme a juicio. Los cargos: presunto autor de robo continuado. Imagino a mi abogado intentando defenderme: "Con la venia, su Señoría. Los estilos completamente puros no existen. Es imposible esquivar cualquier clase de influencia". Un argumento naif que no me salvaría. En absoluto. La legitimidad del estilo -diría el fiscal- no depende de su pureza, sino del grado de intencionalidad a la hora de perpetrar los hurtos necesarios para construirlo. Deberían declararme culpable. Deberían encerrarme en un penal. No obstante, si se ahonda en el asunto, es fácil llegar a un tema algo escabroso. Si no es posible librarse de la tentación de imitar un estilo admirado, ¿no cabe preguntarse cuánta responsabilidad tienen ellos, los geniales juntaletras, en la consumación del delito? ¿No habrían de cargar con parte del peso de la culpa? ¿No deberían, al menos, lanzar una advertencia acerca de cuán peligroso resulta acercarse a su sintaxis adictiva y fatal como el canto de las sirenas? Manuel Jabois es una sirena. Manuel Jabois debería ingresar en chirona.



jueves, 26 de septiembre de 2019

Tercer martes de la semana

Tercer martes de la semana.

Sin hora.

      Elena Lupescu fue amante del rey Carol II de Rumanía durante la década de los treinta del siglo pasado. Se casó con él tras su abdicación en 1940. De ella y de todo lo relacionado con su identidad hay quien dice que aún no se sabe qué fue verdad y qué fruto del embuste. Incluso en lo que se refiere a su nombre. A la historia ha pasado no sólo como Elena, sino también como Magda, y, según algunas versiones, como la de la radionovela ‘Tentación a medianoche’, su verdadero apellido era Wolf -”lobo”-, pero su padre, un judío de origen germánico, lo habría transformado en Lupescu -”hija del lobo”-. Sobre su influencia  entre bambalinas en la manera de dirigir el reino se ha dicho mucho.
En ‘Batman Begins’ (2005), Liam Neeson interpreta a Ra’s al Ghul, y Christian Bale, a Bruce Wayne. A los dieciocho minutos de metraje, el primero le da al segundo un consejo que este seguirá con inteligencia el resto de su vida: “La teatralidad y el engaño son poderosos aliados”. Precisamente la teatralidad es un aspecto que obsesionaba, según se muestra en el biopic sobre Steve Jobs protagonizado por Michael Fassbender, al cofundador de Apple. Hay una escena de la película que refleja a la perfección su afán por controlar hasta el más mínimo detalle de los productos que sus empresas alumbraban. Al menos, el del personaje que Fassbender interpreta. A punto de enfrentarse al público para presentar el NeXTcube, el ordenador de NeXT, compañía fundada tras abandonar Apple forzosamente, Jobs recibe la visita de su exsocio y amigo en la cuerda floja Steve Wozniak (Seth Rogen). Cuando ambos acceden al foso de la orquesta de la Ópera de San Francisco, el primero le cuenta a Woz una anécdota:

     -En una ocasión conocí a Seiji Ozawa en Tanglewood, un director colosal de un ingenio y unos matices sublimes, y le pregunté qué hacía exactamente un director que no pudiera hacer un metrónomo. Me dijo: “Los músicos tocan los instrumentos; yo toco la orquesta”.

      -Es algo que suena bien pero que no significa nada- comenta un pragmático Wozniak.

      La conversación avanza y va subiendo de tono a cada segundo. Las viejas rencillas no tardan en aflorar. Woz acaba explotando, herido por la condescendencia de Jobs, e, iracundo, arremete contra el que fuera su hermano:

      -No sabes escribir el código, no eres ingeniero, no eres diseñador, no sabes ni clavar un clavo, yo construí la tarjeta de circuito impreso, la interfaz gráfica se la robamos a Xerox PARC, Jef Raskin dirigía el equipo de Mac antes de que le echaras de su propio proyecto, otro diseñó El Cubo. ¿Cómo es posible que lea diez veces al día que Steve Jobs es un genio? ¿Qué es lo que haces?

      -Yo toco la orquesta -responde, impasible, Jobs.




miércoles, 25 de septiembre de 2019

Yo no nací para ser madridista

Segundo martes de la semana.

23:06

 

Yo no nací para ser madridista: el día en el que vine al mundo, un rácano PSV apeó de la Copa de Europa al Madrid de la Quinta. Fue ocho días después de que Hugo Sánchez anotara, ante el Logroñés, el mejor gol liguero de su histórica etapa como merengue, que no el mejor gol de la historia de la liga. Ese lo marcó otro cerca de una década más tarde contra el Compostela. En 1996 yo me rapaba como Ronaldo. O casi. De hecho, mi primer recuerdo de fútbol es la maquinilla. Celebré todos y cada uno de sus 47 tantos como blaugrana, una pequeña mancha en mi historial merengue. Después se fue al Inter y, más tarde, vino el gol de Pedja. El 20 de mayo del 98, día en el que el Madrid ganó la Séptima, aún solía pelarme al dos. Yo no me hice del Barça en el 96, me hice de Ronaldo.

Treintaiún años, cinco meses y algunas cervezas después de aquella noche fatal para el madridismo en Eindhoven, Rodrygo marca su primer gol con la camiseta blanca. No imitaré su corte de pelo. Los tiempos de idolatría ya pasaron para mí. Sin embargo, pienso que este puede ser el inicio de una bonita historia de redención.


Fotografía: EFE.




martes, 24 de septiembre de 2019

Estadísticas

Lunes.
18:43.

En la redacción.

Un nuevo muerto en un posible accidente laboral. Si se confirma, sería el décimo en la provincia en lo que va de año, según los sindicatos. El octavo, según el Ministerio de Trabajo. Ya se sabe que el de las cifras es un asunto harto delicado. Es curioso cómo una persona puede quedar reducida a la estadística en un segundo. Terrible, más que curioso. Recurro a la hemeroteca para consultar los datos de los anteriores accidentes mortales en el trabajo que he cubierto. Una vez erré a la hora de incluir la estadística. Normal, si no sirvo para esto. No puedo volver a cometer ese fallo.

 

19:11

Me gusta cómo he redactado la noticia, a pesar de las dificultades que he tenido para que me dieran datos. Nada desde la Policía Local, muy poco desde el Ayuntamiento. La Guardia Civil, que es la que lo lleva, ni mu. Los sindicatos, eternos indignados de habitual gatillo flojo, se han mostrado cautos. Me he limitado a ser riguroso, por tanto. Corren malos tiempos para la lírica.


1:36

No quiero que nadie lea lo que escribo. Lo he decidido tras hallar el enésimo error de sintaxis en mi libro -publiqué un libro de relatos hace unos meses-, lo cual me lleva a pensar que no debería leerlo ni yo mismo. No porque no merezca la pena hacerlo, sino para no arriesgarme a encontrar una nueva tara. Merece la pena, de hecho. Leerlo. Lo sé porque esta frase de esta otra página me quedó muy bien. Quiero que la gente la lea. Que sepa que existe.

 

1:43

En esta ocasión no necesitaré a Chet Baker5 para dormir. Cierro los ojos, permanezco quieto dos minutos, me revuelvo otros tantos y entonces interpelo al maldito Chet Baker para tocar esta noche.

Martes
8:54

Un caso más para el archivo: hoy no me reconozco en mi yo de ayer.

 

Nota: usar un sistema duodecimal para acotar los días es funcional pero absurdo. Hoy no dejará de ser hoy a las once cincuenta y nueve cincuenta y nueve pe eme, del mismo modo que mañana no empezará a ser mañana a las cero cero cero. Sobre todo, son factores emocionales los que determinan el inicio y el final de un día. Ayer acabó cuando yo decidí que acabara, y hoy acabará cuando yo decida que acabe, aunque la fecha del móvil diga otra cosa. A partir de este momento será martes hasta el sábado.





sábado, 21 de septiembre de 2019

Lo efímero

Jueves.
20:48

Hace un rato, en la redacción, unos cuantos han estado recordando algunos de sus años universitarios estudiando Periodismo, una conversación de la que yo me veo excluido de manera inevitable, no porque no haya pasado por la universidad, sino porque me licencié en otra cosa. Si hoy preguntaran por qué no me matriculé en Periodismo, no sabría dar motivos contundentes. De muy pequeño, écheme usted 6 o 7 años, jugaba a ser periodista y me grababa en cintas de casete narrando torneos de artes marciales a lo Dragon Ball, y allá  por los albores de la década de los 2000 edité siete equipos del FIFA con los nombres, plantillas y equipaciones de todos los colegios de mi pueblo y una selección de los institutos, creé una liga, simulé los partidos y escribí las crónicas de los encuentros más destacados en una serie de periódicos caseros que aún deben conservarse en algún arcón. Por supuesto, ganó mi equipo y yo -mi yo virtual- fui pichichi, yo, que mi récord de goles en una liga local de fútbol sala asciende a la friolera de dos tantos. Digamos que ello, o al menos yo lo creo o lo quiero creer así, demuestra que siempre he llevado dentro ser periodista, y sin embargo no estudié esa carrera y me empecé a dedicar a esto de rebote. Hasta ahora, mi vida laboral ha sido una oda al intrusismo. He trabajado de operador de cámara, reportero, presentador de informativos, corresponsal para el Periódico J, diseñador gráfico, he hecho serigrafías, he sublimado cuatrocientos logos de la Diputación de Jaén en sendas gorras y ahora vuelvo a ser periodista, y mi formación académica para todo esto se reduce a unas prácticas -también teoría- como cámara y reportero en el máster de Periodismo que sí que estudié en Madrid tras la carrera. Y a pesar de ello, ojo con lo que voy a decir: creo que hago bien mi trabajo. Orden en las masas, que no se rasgue nadie las vestiduras. Sé que habrá quien nunca me llegue a considerar periodista por no tener una licenciatura o un grado que lo acredite, y también que siempre llevaré las de perder en este debate, pero yo me pregunto: ¿hasta qué punto debe determinar la vida de alguien una decisión que toma con 18 años, en muchos casos, como fue el mío, sin tener ni puta idea de casi nada? ¿Acaso puede uno saber cómo van a transcurrir sus próximos sesenta años de vida, qué oportunidades se le presentarán, qué descubrimientos hará sobre sí mismo? ¿Hay alguien tan estúpido que de verdad opine que cualquiera con menos de 20 años está capacitado para elegir cuál será su único rumbo vital el resto de sus días? ¿Lo está alguien de 40? ¿Cómo se atreve nadie a limitar las posibilidades laborales de otra persona empleando como único argumento que no posee un cochino título universitario? ¿Existe una única posibilidad de formación, de aprendizaje? ¿Qué hay de la experiencia? No veo que nadie le pregunte al zapatero, cuando lleva a arreglar el tacón de las botas, si está licenciado en Zapatería. ¿Es que hay profesiones de primera y profesiones de segunda?

En cualquier caso, mi problema no es sentirme aceptado o no en el gremio, sino mi eterna indeterminación. Recuerdo que un año, en el instituto, cuando tuve que elegir entre el Bachillerato de Humanidades o el de Ciencias Sociales, me decanté por este último, pero escogí unas asignaturas optativas que tiraban más bien para la otra rama, lo cual me dejaba en un limbo académico difícil de encasillar. Luego, cierto profesor adicto al cinismo, de voz engolada y afectado de gigantismo leve, me confesó el primer día de curso, tras salir de clase: “Eres un hijo de puta, a ti no sabíamos dónde ponerte”. El eclecticismo que me caracteriza es mi virtud, pero también mi maldición. Desde siempre. Ya lo decía aquel policía nihilista de ‘True detective’: “La vida es breve para ser bueno en más de una cosa”. “Si llegas a serlo”, apuntaba su compañero, un tipo terrenal y pragmático. “Sí, así que ten cuidado con lo que se te da bien”, sentenciaba el primero.

Hoy sé que soy periodista, pero aún no de qué clase. Y en una época en la que lo efímero ocupa un lugar de privilegio, nada hace peligrar tanto la existencia de las cosas como la indefinición. Hay quien, consciente de esta circunstancia y no conforme con su naturaleza, opta por construir e interpretar una falsa versión del yo. En términos de pura supervivencia, es esa una estrategia inteligente que incluso da resultado. Durante un tiempo, al menos. Sin embargo, al igual que la hierba acaba abriéndose paso a través de cualquier grieta en el embaldosado, la condición innata se impone, tarde o temprano, a toda clase de disfraz, ya sea inventado o adquirido. Cuando se da esa situación, uno debe afrontar una complicada elección: o se asume a sí mismo o acepta verse condenado a alargar una mentira hasta la muerte, a pesar de que esta haya dejado de tener recorrido y sentido. El segundo camino sólo tiene una salida: la simplificación del ser a su versión más ridícula. Pero, ¿qué ocurre cuando la farsa no es una mentira? ¿Qué ocurre cuando ser un farsante es la savia de tu identidad?




miércoles, 18 de septiembre de 2019

Septiembre

Jueves.
12:06

      Que la llegada de septiembre resulta clave en la reaceleración del ritmo urbano es prácticamente una perogrullada. Que mentimos sobre la presunta impertinencia de su retorno, también -"el verano son los padres", que diría aquel-. A ti, igual que a mí, te gusta septiembre. Le gusta a la España devota de Frascuelo y de María y a la del olvidado recetario de insurrección. Septiembre tiene su aquel, su "je ne sais quoi". Convoca con maestría de perro viejo a las mariposas del estómago. Nos avergüenza reconocerlo, pero nos encanta que nos hable al oído y sentirnos seguros con él, en calma. Septiembre es, por tanto, una paradoja. Consigue que regrese la actividad a la urbe, sí, que la calle se convierta de nuevo en el acostumbrado torbellino de caras sin nombre, pero se trata este, en realidad, de un caos institucionalizado y casi paliativo. A España le reconforta la rutina y ansía su retorno porque sumergirse en ella no entraña riesgo alguno, y esa circunstancia hace que, en términos de intelectualidad, sea vaga, de mollera floja, acomodaticia. El debate -no la vociferación fogosa ni el ladrido estéril, sino el debate- le cansa, el pensar en revolución le agota, el estrechamiento de los límites de la zona de confort le aterroriza. Por ello, los pensamientos extremos no triunfan. Su calado es fugaz porque son fruto de un arranque iracundo, de una rabieta. Podemos, por ejemplo, es una rabieta. Vox también. Ciudadanos es más como septiembre. PP y PSOE viven al margen del paso del tiempo y de las estaciones. Son el café en vaso de caña.


martes, 17 de septiembre de 2019

Equipo

Lunes.

18:11

      La capacidad de lidiar con la adversidad y la tristeza es una necesaria virtud. Fernando Quiñones escribió en un poema algo así como que, si a alguien le inquieta no haber llorado nunca, habría que inventarle su luego a la alegría. Nunca me he fiado mucho de la gente con pinta de no haberlo pasado mal en su vida. Hace tiempo leí, no recuerdo dónde, que un empresario sólo contrataba a personas que hubieran superado duros traumas porque consideraba que esos eran los mejores profesionales. El tipo argumentaba que, si habían conseguido salir una o varias veces del fango, estaban completamente preparados para afrontar y salvar cualquier posible situación de crisis -trivial o compleja- en la compañía. Afirmaba, por último, que quien no ha sufrido sucumbe fácilmente a la adversidad más leve. A principios de los noventa, los ghaneses Félix Williams y María Artuer, marido y mujer, atravesaron a pie el desierto desde su país hasta llegar a Melilla, donde saltaron la valla. Ella estaba embarazada. El niño nació poco después, en Bilbao. Veintitrés años más tarde, en 2017, Iñaki Williams, ‘La Pantera’, formó parte de la selección española de fútbol que consiguió el subcampeonato de la Eurocopa sub21. Hoy es el jugador franquicia del Athletic Club, institución de marcada tradición vasca.
      Julio Cortázar tenía ascendencia francesa, alemana y española. En una entrevista en 1977 para el programa ‘A fondo’, de Radiotelevisión Española, dijo: “Yo sigo creyendo que uno de los caminos positivos de la humanidad es el mestizaje. Cuando la fusión de razas sea mayor, más podremos eliminar los chovinismos, los nacionalismos, los patrioterismos de frontera absurdos e insensatos”.
      ‘La Pantera’ bilbaína contó recientemente en ‘El larguero’ que, durante sus vacaciones en Dubai este verano con su familia, su madre rompió a llorar cuando visitaron el desierto al recordar lo que sufrió de joven: “Sabes que tus padres han vivido eso que no deseas para nadie. Hay gente que hoy en día lo sigue haciendo para dar un futuro a sus hijos. Ese futuro me lo han dado mis padres a mí”, manifestó. Si yo dirigiera una empresa, querría en mi equipo a los padres de Iñaki Williams.

Fotografía: Edu DF - Blackswank.