viernes, 6 de diciembre de 2019

La muerte de Fernando Martín

Viernes.
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      De Fernando Martín hay una imagen que no me quito de la cabeza. Entre los restos de su Lancia Thema carmesí, un amasijo de hierros tras el accidente que le costó la vida en un 1989 próximo a la extinción, reposaba, sobre el asfalto de la M-30, una foto. En la misma aparecía Fernando, imponente, hercúleo y vistiendo la camiseta madridista, pero su sonrisa, antes envidiable e impoluta, estaba manchada de gotas de sangre aún fresca, que era la suya propia. Aquello lo recogieron las cámaras de televisión de la época, y ese plano se convirtió en el eufemismo perfecto del desenlace mortal del suceso. "Los bomberos tuvieron que rescatar el cuerpo, ya inerte, de entre los hierros retorcidos", informó Matías Prats en Televisión Española. Una estructura humana que parecía indestructible, reducida a la contorsión grotesca. Hoy aquello se habría tachado de sensacionalista, pero, entonces, nadie alzó la voz contra la manera de tratar la noticia. No sé si ahora somos más sensibles; quizás sí más sensatos. Al menos en este aspecto.
Lo primero que supe de baloncesto fue Fernando Martín; lo segundo, su muerte. Por eso, cada vez que vuelve a hablarse sobre él o que reproduzco vídeos en los que se recopilan sus jugadas, no puedo evitar, en cierta manera, sobrecogerme, acaso también compadecerme: da igual lo que vea o lo que me cuenten, porque ya sé el final terrible de la historia. Borges escribió una maravilla de poema, compuesto por dos sonetos y titulado 'Ajedrez', en cuyo terceto final dice: "Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonía?" Tampoco yo tengo una respuesta, pero, sin duda, ese Dios detrás de Dios -naturaleza, sino, el nombre no me importa- lanzó aquel 3 de diciembre ochentero una advertencia: "Puedo crear una obra maestra sin esfuerzo y, si quiero, sin esfuerzo puedo destruirla". ¿Quién -pregunto yo-, quién está a salvo de la podredumbre de la existencia?



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