sábado, 30 de noviembre de 2019

Saltar sin arnés

Sábado.
2:37

 

Una vez alguien me dijo que la mejor manera de aprender es a base de hostias. A base de recibirlas, vamos. No hay que tener miedo al error. Más que aprender a hacer bien las cosas, hay que aprender cómo no hacerlas mal, y para eso es obligatorio dar un patinazo de ver en cuando. En el conocimiento a fondo del fallo está la base del acierto. Sé que meter la pata es vergonzoso, que, cuando eso ocurre, uno no sabe dónde esconderse para huir de la sensación de ridículo y que, como el quid de la vergüenza está en el hecho de saber que la hemos cagado, al principio pensamos que estaríamos mejor si no fuéramos conscientes de ello, pero es que, sin esa percepción, el fallo es como si no hubiera existido y, por ende, no habrá aprendizaje. Además, por lo general, equivocarse no suele ser tan duro. Las consecuencias del error normalmente se diluyen con rapidez o pasan casi desapercibidas. Somos nosotros, en nuestro bochorno, quienes exageramos la mancha. Pero reconozco que, aun evitando esa amplificación, el trámite no deja de ser lacerante. En definitiva, para mejorar, para prosperar, es imposible no convivir con el dolor. Esta tarde, por ejemplo, he cometido un fallo en una noticia que se publicará al amanecer. Me he dado cuenta nada más llegar al piso, poco después de haber salido de la redacción pero demasiado tarde para enmendarlo. No hay sensación más insoportable que la de percatarte de que has consumado una falta aun habiendo tenido tiempo de sobra para subsanarla mientras el muerto yace ante ti todavía caliente. Hablo de acudir a un velatorio sabiendo que tú eres el homicida imprudente que no oyó la llamada de socorro. En estas situaciones el dolor se multiplica por una cifra kilométrica y sume al culpable del delito profesional en el estado predepresivo del “y si” -¿y si hubiera leído mejor la información? ¿Y si no hubiera redactado con tanta prisa? ¿Y si hubiera repasado bien el texto antes de entregarlo? ¿Y si me hubiera dedicado a otra cosa?- Entiendo que el problema es habitual en el mundo del periodismo, pero sólo irremediable en prensa escrita en papel, no en los medios digitales. En el primer caso, lo que se imprime en la página se queda en la página hasta que se convierte en polvo, tanto si está bien como si está mal, y eso te obliga a permanecer siempre alerta; en el segundo, basta con editar la publicación para subsanar un error, lo cual, a la larga, acaba restando relevancia al hecho de equivocarse. Resumiendo, en ambos casos puedes llevarte hostias, pero las que te tumban sólo se reparten en prensa escrita en papel, y el miedo a recibirlas y no poder levantarte hace que aprendas más rápido cómo esquivarlas con maestría. Si uno escala un precipicio con arnés, afronta el reto sabiendo que está asegurado y no le importa dar un paso en falso porque sabe que no va a caer al vacío, pero si sube la montaña sin protección, a pelo, el miedo hace que la concentración aumente, que se adquieran habilidades félidas y que la probabilidad de éxito sea mayor. Pese a ello, está claro, el riesgo de tropiezo fatal no desaparece, y cuando eso ocurre, mientras uno cae al vacío no piensa en que la próxima vez no cometerá el mismo fallo, si es que hay próxima vez, sino que se flagela con ira usando como látigo una desgarradora pregunta: ¿por qué cojones no me puse un maldito arnés? Ahora comprendo que esta parrafada es inútil, que lo único que pretendía era minimizar mi fallo en la noticia que saldrá mañana para no tener que afrontar sus consecuencias, hacer como que aquí no ha pasado nada y aferrarme a la comodidad que ofrece la ignorancia. Pero cuando tu cuerpo se estampa contra el suelo no hay nada que camufle el horrible estruendo del choque. Por suerte, el periodista en papel diario tiene siete vidas. Yo hoy he gastado otra.

La foto está hecha desde el Castillo de Otíñar.




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