Sábado.
2:37
Una vez alguien me dijo que la mejor manera de
aprender es a base de hostias. A base de recibirlas, vamos. No hay que tener miedo
al error. Más que aprender a hacer bien las cosas, hay que aprender cómo no
hacerlas mal, y para eso es obligatorio dar un patinazo de ver en cuando. En el
conocimiento a fondo del fallo está la base del acierto. Sé que meter la pata
es vergonzoso, que, cuando eso ocurre, uno no sabe dónde esconderse para huir
de la sensación de ridículo y que, como el quid de la vergüenza está en el
hecho de saber que la hemos cagado, al principio pensamos que estaríamos mejor
si no fuéramos conscientes de ello, pero es que, sin esa percepción, el fallo
es como si no hubiera existido y, por ende, no habrá aprendizaje. Además, por
lo general, equivocarse no suele ser tan duro. Las consecuencias del error
normalmente se diluyen con rapidez o pasan casi desapercibidas. Somos nosotros,
en nuestro bochorno, quienes exageramos la mancha. Pero reconozco que, aun
evitando esa amplificación, el trámite no deja de ser lacerante. En definitiva,
para mejorar, para prosperar, es imposible no convivir con el dolor. Esta
tarde, por ejemplo, he cometido un fallo en una noticia que se publicará al
amanecer. Me he dado cuenta nada más llegar al piso, poco después de haber
salido de la redacción pero demasiado tarde para enmendarlo. No hay sensación
más insoportable que la de percatarte de que has consumado una falta aun
habiendo tenido tiempo de sobra para subsanarla mientras el muerto yace ante ti
todavía caliente. Hablo de acudir a un velatorio sabiendo que tú eres el
homicida imprudente que no oyó la llamada de socorro. En estas situaciones el
dolor se multiplica por una cifra kilométrica y sume al culpable del delito
profesional en el estado predepresivo del “y si” -¿y si hubiera leído mejor la
información? ¿Y si no hubiera redactado con tanta prisa? ¿Y si hubiera repasado
bien el texto antes de entregarlo? ¿Y si me hubiera dedicado a otra cosa?- Entiendo
que el problema es habitual en el mundo del periodismo, pero sólo irremediable
en prensa escrita en papel, no en los medios digitales. En el primer caso, lo
que se imprime en la página se queda en la página hasta que se convierte en
polvo, tanto si está bien como si está mal, y eso te obliga a permanecer
siempre alerta; en el segundo, basta con editar la publicación para subsanar un
error, lo cual, a la larga, acaba restando relevancia al hecho de equivocarse. Resumiendo,
en ambos casos puedes llevarte hostias, pero las que te tumban sólo se reparten
en prensa escrita en papel, y el miedo a recibirlas y no poder levantarte hace
que aprendas más rápido cómo esquivarlas con maestría. Si uno escala un
precipicio con arnés, afronta el reto sabiendo que está asegurado y no le
importa dar un paso en falso porque sabe que no va a caer al vacío, pero si
sube la montaña sin protección, a pelo, el miedo hace que la concentración
aumente, que se adquieran habilidades félidas y que la probabilidad de éxito
sea mayor. Pese a ello, está claro, el riesgo de tropiezo fatal no desaparece,
y cuando eso ocurre, mientras uno cae al vacío no piensa en que la próxima vez
no cometerá el mismo fallo, si es que hay próxima vez, sino que se flagela con
ira usando como látigo una desgarradora pregunta: ¿por qué cojones no me puse
un maldito arnés? Ahora comprendo que esta parrafada es inútil, que lo único
que pretendía era minimizar mi fallo en la noticia que saldrá mañana para no
tener que afrontar sus consecuencias, hacer como que aquí no ha pasado nada y
aferrarme a la comodidad que ofrece la ignorancia. Pero cuando tu cuerpo se
estampa contra el suelo no hay nada que camufle el horrible estruendo del
choque. Por suerte, el periodista en papel diario tiene siete vidas. Yo hoy he
gastado otra.
La foto está hecha desde el Castillo de Otíñar.
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