martes, 19 de noviembre de 2019

El Jimi Hendrix bético


          El 25 de abril de 1977 -el 26, si se es estricto con la hora-, el Real Betis ganó ante el Athletic Club la primera Copa del Rey de su historia. De aquel equipo, al aficionado actual le sonarán los nombres de emblemas verdiblancos impertérritos como Cardeñosa y Esnaola -que paró tres penaltis y marcó uno en la tanda-, y puede que el de López, uno de los héroes béticos en la larguísima final -hizo los dos goles del equipo, uno al filo del descanso y otro en la segunda parte de la prórroga-, pero quizás se le escapen otros como el del futbolista que ocupaba la posición de extremo derecho en el conjunto dirigido por Rafa Iriondo y que ese día consiguió su primer y único título. En la época, sin embargo, resultaba harto complicado que pasara desapercibido, tanto por su juego como por su look. En cuanto a lo primero, este atacante patilargo con el nueve a la espalda conducía la bola hábilmente y con elegancia, y no se arrugaba a la hora de jugársela tirando a puerta; en lo que se refiere a lo segundo, lucía un frondoso peinado a lo afro -se declaraba admirador de Jimi Hendrix y fue bajista en una banda, los Deep Sounds- y bigote, elemento que desapareció de la estética futbolera hace demasiado. En la calle seguro que hubo quien le confundió con el entonces madridista Breitner, pero su sangre era asturiana, a pesar de haber nacido en el municipio sevillano de Peñaflor, donde su padre trabajó de minero. Como de Sinatra, de Alfredo Megido puede decirse que vivía y vive a su manera.
    Si su fútbol y su apariencia resultaban llamativos -antes de dejar crecer su cabellera funk por una apuesta ya vestía extravagantes camisas fuera del campo-, con su carácter ciertamente subversivo ocurría tres cuartas de lo mismo. Antes de llegar al Betis, en su etapa vistiendo los colores de su querido Sporting, en el que compartió delantera con Quini, se enfrentaba al público si se le pitaba, le llamaron maricón, le tacharon de fiestero y la noche de 1974 en la que marcó, en el Bernabéu, el gol 500 en Primera del equipo gijonés -ese día hizo doblete- se atrevió a afirmar, en caliente, que don Santiago chocheaba. Fue después de que el actor José Bódalo, madridista reconocido, le asegurara que el eminente dirigente blanco había restado mérito a su actuación. Ese episodio, dicen, pudo frustrar su posible fichaje por el Madrid.
         Sin embargo, sería injusto destacar sólo este aspecto de su biografía. A pesar de que salió del Sporting enfrentado a la directiva y de que su fama de díscolo le acompañó el resto de su carrera, su talento balompédico era innegable. De no haber sido así, hoy habría caído en el más absoluto olvido. En aquella final interminable de 1977 no hizo ningún tanto, ni siquiera desde los once metros -fue sustituido por Eulate en la prórroga-, pero sí lo había conseguido algo más de un par de años antes en su debut con la selección española ante Escocia -uno de los mayores logros de su carrera-, aunque con cierta polémica que hoy hubiera requerido la intervención del VAR. El guardameta escocés repelió un remate de cabeza suyo, pero el balón le llegó de nuevo y lo empujó con la diestra. Si no besó las mallas fue porque un defensa lo detuvo con la mano cerca de la línea. Para regocijo de Megido, el colegiado acabó concediendo el gol después de haber pitado penalti. Ese partido fue el único que jugó con el combinado nacional. Puede que su espíritu rebelde no fuera visto con buenos ojos por el prudente Kubala, el entonces seleccionador, pero eso no le hizo cambiar ni un ápice su manera de afrontar el fútbol y la vida.
        Hoy, después de haberse arruinado, pasar casi dos décadas en Cuba y tener que ser intervenido por sus problemas cardíacos, reside en el Avilés que le vio nacer como pelotero y como símbolo de una España ansiosa de vivir sin miedo.


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