Jueves.
20:48
Hace un rato, en la redacción, unos cuantos han
estado recordando algunos de sus años universitarios estudiando Periodismo, una
conversación de la que yo me veo excluido de manera inevitable, no porque no
haya pasado por la universidad, sino porque me licencié en otra cosa. Si hoy
preguntaran por qué no me matriculé en Periodismo, no sabría dar motivos contundentes.
De muy pequeño, écheme usted 6 o 7 años, jugaba a ser periodista y me grababa
en cintas de casete narrando torneos de artes marciales a lo Dragon Ball, y
allá por los albores de la década de los
2000 edité siete equipos del FIFA con los nombres, plantillas y equipaciones de
todos los colegios de mi pueblo y una selección de los institutos, creé una
liga, simulé los partidos y escribí las crónicas de los encuentros más destacados
en una serie de periódicos caseros que aún deben conservarse en algún arcón.
Por supuesto, ganó mi equipo y yo -mi yo virtual- fui pichichi, yo, que mi
récord de goles en una liga local de fútbol sala asciende a la friolera de dos
tantos. Digamos que ello, o al menos yo lo creo o lo quiero creer así,
demuestra que siempre he llevado dentro ser periodista, y sin embargo no
estudié esa carrera y me empecé a dedicar a esto de rebote. Hasta ahora, mi
vida laboral ha sido una oda al intrusismo. He trabajado de operador de cámara,
reportero, presentador de informativos, corresponsal para el Periódico J,
diseñador gráfico, he hecho serigrafías, he sublimado cuatrocientos logos de la
Diputación de Jaén en sendas gorras y ahora vuelvo a ser periodista, y mi
formación académica para todo esto se reduce a unas prácticas -también teoría-
como cámara y reportero en el máster de Periodismo que sí que estudié en Madrid
tras la carrera. Y a pesar de ello, ojo con lo que voy a decir: creo que hago
bien mi trabajo. Orden en las masas, que no se rasgue nadie las vestiduras. Sé
que habrá quien nunca me llegue a considerar periodista por no tener una
licenciatura o un grado que lo acredite, y también que siempre llevaré las de
perder en este debate, pero yo me pregunto: ¿hasta qué punto debe determinar la
vida de alguien una decisión que toma con 18 años, en muchos casos, como fue el
mío, sin tener ni puta idea de casi nada? ¿Acaso puede uno saber cómo van a
transcurrir sus próximos sesenta años de vida, qué oportunidades se le
presentarán, qué descubrimientos hará sobre sí mismo? ¿Hay alguien tan estúpido
que de verdad opine que cualquiera con menos de 20 años está capacitado para
elegir cuál será su único rumbo vital el resto de sus días? ¿Lo está alguien de
40? ¿Cómo se atreve nadie a limitar las posibilidades laborales de otra persona
empleando como único argumento que no posee un cochino título universitario?
¿Existe una única posibilidad de formación, de aprendizaje? ¿Qué hay de la experiencia?
No veo que nadie le pregunte al zapatero, cuando lleva a arreglar el tacón de
las botas, si está licenciado en Zapatería. ¿Es que hay profesiones de primera
y profesiones de segunda?
En cualquier caso, mi problema no es sentirme
aceptado o no en el gremio, sino mi eterna indeterminación. Recuerdo que un
año, en el instituto, cuando tuve que elegir entre el Bachillerato de
Humanidades o el de Ciencias Sociales, me decanté por este último, pero escogí
unas asignaturas optativas que tiraban más bien para la otra rama, lo cual me
dejaba en un limbo académico difícil de encasillar. Luego, cierto profesor
adicto al cinismo, de voz engolada y afectado de gigantismo leve, me confesó el
primer día de curso, tras salir de clase: “Eres un hijo de puta, a ti no
sabíamos dónde ponerte”. El eclecticismo que me caracteriza es mi virtud, pero
también mi maldición. Desde siempre. Ya lo decía aquel policía nihilista de
‘True detective’: “La vida es breve para ser bueno en más de una cosa”. “Si
llegas a serlo”, apuntaba su compañero, un tipo terrenal y pragmático. “Sí, así
que ten cuidado con lo que se te da bien”, sentenciaba el primero.
Hoy sé que soy periodista, pero aún no de qué
clase. Y en una época en la que lo efímero ocupa un lugar de privilegio, nada
hace peligrar tanto la existencia de las cosas como la indefinición. Hay quien,
consciente de esta circunstancia y no conforme con su naturaleza, opta por
construir e interpretar una falsa versión del yo. En términos de pura
supervivencia, es esa una estrategia inteligente que incluso da resultado.
Durante un tiempo, al menos. Sin embargo, al igual que la hierba acaba
abriéndose paso a través de cualquier grieta en el embaldosado, la condición
innata se impone, tarde o temprano, a toda clase de disfraz, ya sea inventado o
adquirido. Cuando se da esa situación, uno debe afrontar una complicada
elección: o se asume a sí mismo o acepta verse condenado a alargar una mentira
hasta la muerte, a pesar de que esta haya dejado de tener recorrido y sentido.
El segundo camino sólo tiene una salida: la simplificación del ser a su versión
más ridícula. Pero, ¿qué ocurre cuando la farsa no es una mentira? ¿Qué ocurre
cuando ser un farsante es la savia de tu identidad?
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