Miércoles.
Día uno después del funeral.
Resulta
altamente curiosa, incluso abrumadora, la exactitud con la que puede
reconstruirse la personalidad de alguien tan sólo observando los objetos que le
pertenecieron y analizando la manera en la que los dejó dispuestos. Por
ejemplo, si yo me muriera hoy y alguien se pusiera a revisar mi dormitorio, no
tengo ninguna duda de que tardaría apenas cinco minutos en descubrir que era
-que soy- un anarquista doméstico, un experto coleccionista de efectos
personales y ajenos totalmente inservibles, un obseso de la anotación de
alineaciones y dorsales futbolísticos y un sociópata en potencia. De la misma
forma, cualquier desconocido que se hubiera unido a nuestro saqueo de los
cajones y el armario de mi abuelo se habría dado cuenta en seguida de que fue
un hombre recto y ordenado, primo hermano de Thomas Highway, que se esforzaba
hasta el extremo por no dejar ni un sólo cabo suelto en todo lo que ponía en
marcha o le incumbía; en definitiva, un tipo con el que se podía contar si se
necesitaba su ayuda. Y aunque eso, todo eso, ya lo sabía yo, este inocente
fisgoneo me ha servido para darme cuenta de que casi lo había olvidado y
también, por tanto, para recordar por qué lo sabía. Lo primero que me ha
llamado la atención, aunque debería haberme esperado algo así, es que, durante
años, y prácticamente en secreto, mi abuelo fue acumulando, siguiendo un orden
casi enfermizo, decenas de documentos bancarios, administrativos y médicos con
el objetivo, seguramente, de estar preparado por si alguien trataba de
jugársela en algún sentido. Sí, receloso también era. Otro (re)descubrimiento
importante: hacía dos décadas que había dejado lista su fotografía para su
propia lápida. Estaba hasta enmarcada. Además de ello, guardaba, cuidadosamente
dobladas, las cartas que remitió a la dirección de la fábrica de cemento de la
que fue delegado de personal para negociar, en los sesenta del viejo siglo XX,
el primer convenio laboral de la empresa. Casi huelga decir que su caligrafía
era exquisita y su sintaxis, impecable. Apasionado de las matemáticas, también
conservaba cientos de anotaciones sobre distancias en kilómetros entre
ciudades, sus cálculos de superficies de sectores circulares, que solía hacer
en cualquier trozo de papel que encontrara, en cualquier sobre, en cualquier
cartón, y sus extensas y elaboradas combinaciones quinielísticas en cuya confección
yo nunca quise tomar parte, a pesar de que sudó mucho tratando de convencerme.
Pero para cabezón él, cabezón yo. Una columna cada uno por probar y punto, le
decía, y mi abuelo, que era más ambicioso y se declaraba enemigo de las
apuestas simples, se resignaba y lo aceptaba sólo por compartir aquello
conmigo. Incluso siempre reservaba el pleno al quince para mí. Por supuesto,
durante largo tiempo siguió trabajando en solitario para preparar una múltiple
infalible y nunca perdió la esperanza de que yo acabara apoyando su plan para
dominar el mundo. Cuando se había dedicado a ello toda la tarde, me daba en el
brazo, bolígrafo en mano, para explicarme con pasión los detalles de la
compleja combinación, pero como yo no le seguía el juego, volvía en seguida a
sus papeles y a sus cosas. Aquello se repitió día sí y día también hasta que,
en sus últimos años, acabó olvidándose de cómo hacer quinielas y, por ende, de
su sueño de jugar la apuesta definitiva. Nadie mejor que yo lo sabe: esa cuenta
sí que la dejaste pendiente, Paco.
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