miércoles, 4 de septiembre de 2019

Cabos sueltos

Miércoles.

Día uno después del funeral.


               Resulta altamente curiosa, incluso abrumadora, la exactitud con la que puede reconstruirse la personalidad de alguien tan sólo observando los objetos que le pertenecieron y analizando la manera en la que los dejó dispuestos. Por ejemplo, si yo me muriera hoy y alguien se pusiera a revisar mi dormitorio, no tengo ninguna duda de que tardaría apenas cinco minutos en descubrir que era -que soy- un anarquista doméstico, un experto coleccionista de efectos personales y ajenos totalmente inservibles, un obseso de la anotación de alineaciones y dorsales futbolísticos y un sociópata en potencia. De la misma forma, cualquier desconocido que se hubiera unido a nuestro saqueo de los cajones y el armario de mi abuelo se habría dado cuenta en seguida de que fue un hombre recto y ordenado, primo hermano de Thomas Highway, que se esforzaba hasta el extremo por no dejar ni un sólo cabo suelto en todo lo que ponía en marcha o le incumbía; en definitiva, un tipo con el que se podía contar si se necesitaba su ayuda. Y aunque eso, todo eso, ya lo sabía yo, este inocente fisgoneo me ha servido para darme cuenta de que casi lo había olvidado y también, por tanto, para recordar por qué lo sabía. Lo primero que me ha llamado la atención, aunque debería haberme esperado algo así, es que, durante años, y prácticamente en secreto, mi abuelo fue acumulando, siguiendo un orden casi enfermizo, decenas de documentos bancarios, administrativos y médicos con el objetivo, seguramente, de estar preparado por si alguien trataba de jugársela en algún sentido. Sí, receloso también era. Otro (re)descubrimiento importante: hacía dos décadas que había dejado lista su fotografía para su propia lápida. Estaba hasta enmarcada. Además de ello, guardaba, cuidadosamente dobladas, las cartas que remitió a la dirección de la fábrica de cemento de la que fue delegado de personal para negociar, en los sesenta del viejo siglo XX, el primer convenio laboral de la empresa. Casi huelga decir que su caligrafía era exquisita y su sintaxis, impecable. Apasionado de las matemáticas, también conservaba cientos de anotaciones sobre distancias en kilómetros entre ciudades, sus cálculos de superficies de sectores circulares, que solía hacer en cualquier trozo de papel que encontrara, en cualquier sobre, en cualquier cartón, y sus extensas y elaboradas combinaciones quinielísticas en cuya confección yo nunca quise tomar parte, a pesar de que sudó mucho tratando de convencerme. Pero para cabezón él, cabezón yo. Una columna cada uno por probar y punto, le decía, y mi abuelo, que era más ambicioso y se declaraba enemigo de las apuestas simples, se resignaba y lo aceptaba sólo por compartir aquello conmigo. Incluso siempre reservaba el pleno al quince para mí. Por supuesto, durante largo tiempo siguió trabajando en solitario para preparar una múltiple infalible y nunca perdió la esperanza de que yo acabara apoyando su plan para dominar el mundo. Cuando se había dedicado a ello toda la tarde, me daba en el brazo, bolígrafo en mano, para explicarme con pasión los detalles de la compleja combinación, pero como yo no le seguía el juego, volvía en seguida a sus papeles y a sus cosas. Aquello se repitió día sí y día también hasta que, en sus últimos años, acabó olvidándose de cómo hacer quinielas y, por ende, de su sueño de jugar la apuesta definitiva. Nadie mejor que yo lo sabe: esa cuenta sí que la dejaste pendiente, Paco.




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