jueves, 26 de septiembre de 2019

Tercer martes de la semana

Tercer martes de la semana.

Sin hora.

      Elena Lupescu fue amante del rey Carol II de Rumanía durante la década de los treinta del siglo pasado. Se casó con él tras su abdicación en 1940. De ella y de todo lo relacionado con su identidad hay quien dice que aún no se sabe qué fue verdad y qué fruto del embuste. Incluso en lo que se refiere a su nombre. A la historia ha pasado no sólo como Elena, sino también como Magda, y, según algunas versiones, como la de la radionovela ‘Tentación a medianoche’, su verdadero apellido era Wolf -”lobo”-, pero su padre, un judío de origen germánico, lo habría transformado en Lupescu -”hija del lobo”-. Sobre su influencia  entre bambalinas en la manera de dirigir el reino se ha dicho mucho.
En ‘Batman Begins’ (2005), Liam Neeson interpreta a Ra’s al Ghul, y Christian Bale, a Bruce Wayne. A los dieciocho minutos de metraje, el primero le da al segundo un consejo que este seguirá con inteligencia el resto de su vida: “La teatralidad y el engaño son poderosos aliados”. Precisamente la teatralidad es un aspecto que obsesionaba, según se muestra en el biopic sobre Steve Jobs protagonizado por Michael Fassbender, al cofundador de Apple. Hay una escena de la película que refleja a la perfección su afán por controlar hasta el más mínimo detalle de los productos que sus empresas alumbraban. Al menos, el del personaje que Fassbender interpreta. A punto de enfrentarse al público para presentar el NeXTcube, el ordenador de NeXT, compañía fundada tras abandonar Apple forzosamente, Jobs recibe la visita de su exsocio y amigo en la cuerda floja Steve Wozniak (Seth Rogen). Cuando ambos acceden al foso de la orquesta de la Ópera de San Francisco, el primero le cuenta a Woz una anécdota:

     -En una ocasión conocí a Seiji Ozawa en Tanglewood, un director colosal de un ingenio y unos matices sublimes, y le pregunté qué hacía exactamente un director que no pudiera hacer un metrónomo. Me dijo: “Los músicos tocan los instrumentos; yo toco la orquesta”.

      -Es algo que suena bien pero que no significa nada- comenta un pragmático Wozniak.

      La conversación avanza y va subiendo de tono a cada segundo. Las viejas rencillas no tardan en aflorar. Woz acaba explotando, herido por la condescendencia de Jobs, e, iracundo, arremete contra el que fuera su hermano:

      -No sabes escribir el código, no eres ingeniero, no eres diseñador, no sabes ni clavar un clavo, yo construí la tarjeta de circuito impreso, la interfaz gráfica se la robamos a Xerox PARC, Jef Raskin dirigía el equipo de Mac antes de que le echaras de su propio proyecto, otro diseñó El Cubo. ¿Cómo es posible que lea diez veces al día que Steve Jobs es un genio? ¿Qué es lo que haces?

      -Yo toco la orquesta -responde, impasible, Jobs.




miércoles, 25 de septiembre de 2019

Yo no nací para ser madridista

Segundo martes de la semana.

23:06

 

Yo no nací para ser madridista: el día en el que vine al mundo, un rácano PSV apeó de la Copa de Europa al Madrid de la Quinta. Fue ocho días después de que Hugo Sánchez anotara, ante el Logroñés, el mejor gol liguero de su histórica etapa como merengue, que no el mejor gol de la historia de la liga. Ese lo marcó otro cerca de una década más tarde contra el Compostela. En 1996 yo me rapaba como Ronaldo. O casi. De hecho, mi primer recuerdo de fútbol es la maquinilla. Celebré todos y cada uno de sus 47 tantos como blaugrana, una pequeña mancha en mi historial merengue. Después se fue al Inter y, más tarde, vino el gol de Pedja. El 20 de mayo del 98, día en el que el Madrid ganó la Séptima, aún solía pelarme al dos. Yo no me hice del Barça en el 96, me hice de Ronaldo.

Treintaiún años, cinco meses y algunas cervezas después de aquella noche fatal para el madridismo en Eindhoven, Rodrygo marca su primer gol con la camiseta blanca. No imitaré su corte de pelo. Los tiempos de idolatría ya pasaron para mí. Sin embargo, pienso que este puede ser el inicio de una bonita historia de redención.


Fotografía: EFE.




martes, 24 de septiembre de 2019

Estadísticas

Lunes.
18:43.

En la redacción.

Un nuevo muerto en un posible accidente laboral. Si se confirma, sería el décimo en la provincia en lo que va de año, según los sindicatos. El octavo, según el Ministerio de Trabajo. Ya se sabe que el de las cifras es un asunto harto delicado. Es curioso cómo una persona puede quedar reducida a la estadística en un segundo. Terrible, más que curioso. Recurro a la hemeroteca para consultar los datos de los anteriores accidentes mortales en el trabajo que he cubierto. Una vez erré a la hora de incluir la estadística. Normal, si no sirvo para esto. No puedo volver a cometer ese fallo.

 

19:11

Me gusta cómo he redactado la noticia, a pesar de las dificultades que he tenido para que me dieran datos. Nada desde la Policía Local, muy poco desde el Ayuntamiento. La Guardia Civil, que es la que lo lleva, ni mu. Los sindicatos, eternos indignados de habitual gatillo flojo, se han mostrado cautos. Me he limitado a ser riguroso, por tanto. Corren malos tiempos para la lírica.


1:36

No quiero que nadie lea lo que escribo. Lo he decidido tras hallar el enésimo error de sintaxis en mi libro -publiqué un libro de relatos hace unos meses-, lo cual me lleva a pensar que no debería leerlo ni yo mismo. No porque no merezca la pena hacerlo, sino para no arriesgarme a encontrar una nueva tara. Merece la pena, de hecho. Leerlo. Lo sé porque esta frase de esta otra página me quedó muy bien. Quiero que la gente la lea. Que sepa que existe.

 

1:43

En esta ocasión no necesitaré a Chet Baker5 para dormir. Cierro los ojos, permanezco quieto dos minutos, me revuelvo otros tantos y entonces interpelo al maldito Chet Baker para tocar esta noche.

Martes
8:54

Un caso más para el archivo: hoy no me reconozco en mi yo de ayer.

 

Nota: usar un sistema duodecimal para acotar los días es funcional pero absurdo. Hoy no dejará de ser hoy a las once cincuenta y nueve cincuenta y nueve pe eme, del mismo modo que mañana no empezará a ser mañana a las cero cero cero. Sobre todo, son factores emocionales los que determinan el inicio y el final de un día. Ayer acabó cuando yo decidí que acabara, y hoy acabará cuando yo decida que acabe, aunque la fecha del móvil diga otra cosa. A partir de este momento será martes hasta el sábado.





sábado, 21 de septiembre de 2019

Lo efímero

Jueves.
20:48

Hace un rato, en la redacción, unos cuantos han estado recordando algunos de sus años universitarios estudiando Periodismo, una conversación de la que yo me veo excluido de manera inevitable, no porque no haya pasado por la universidad, sino porque me licencié en otra cosa. Si hoy preguntaran por qué no me matriculé en Periodismo, no sabría dar motivos contundentes. De muy pequeño, écheme usted 6 o 7 años, jugaba a ser periodista y me grababa en cintas de casete narrando torneos de artes marciales a lo Dragon Ball, y allá  por los albores de la década de los 2000 edité siete equipos del FIFA con los nombres, plantillas y equipaciones de todos los colegios de mi pueblo y una selección de los institutos, creé una liga, simulé los partidos y escribí las crónicas de los encuentros más destacados en una serie de periódicos caseros que aún deben conservarse en algún arcón. Por supuesto, ganó mi equipo y yo -mi yo virtual- fui pichichi, yo, que mi récord de goles en una liga local de fútbol sala asciende a la friolera de dos tantos. Digamos que ello, o al menos yo lo creo o lo quiero creer así, demuestra que siempre he llevado dentro ser periodista, y sin embargo no estudié esa carrera y me empecé a dedicar a esto de rebote. Hasta ahora, mi vida laboral ha sido una oda al intrusismo. He trabajado de operador de cámara, reportero, presentador de informativos, corresponsal para el Periódico J, diseñador gráfico, he hecho serigrafías, he sublimado cuatrocientos logos de la Diputación de Jaén en sendas gorras y ahora vuelvo a ser periodista, y mi formación académica para todo esto se reduce a unas prácticas -también teoría- como cámara y reportero en el máster de Periodismo que sí que estudié en Madrid tras la carrera. Y a pesar de ello, ojo con lo que voy a decir: creo que hago bien mi trabajo. Orden en las masas, que no se rasgue nadie las vestiduras. Sé que habrá quien nunca me llegue a considerar periodista por no tener una licenciatura o un grado que lo acredite, y también que siempre llevaré las de perder en este debate, pero yo me pregunto: ¿hasta qué punto debe determinar la vida de alguien una decisión que toma con 18 años, en muchos casos, como fue el mío, sin tener ni puta idea de casi nada? ¿Acaso puede uno saber cómo van a transcurrir sus próximos sesenta años de vida, qué oportunidades se le presentarán, qué descubrimientos hará sobre sí mismo? ¿Hay alguien tan estúpido que de verdad opine que cualquiera con menos de 20 años está capacitado para elegir cuál será su único rumbo vital el resto de sus días? ¿Lo está alguien de 40? ¿Cómo se atreve nadie a limitar las posibilidades laborales de otra persona empleando como único argumento que no posee un cochino título universitario? ¿Existe una única posibilidad de formación, de aprendizaje? ¿Qué hay de la experiencia? No veo que nadie le pregunte al zapatero, cuando lleva a arreglar el tacón de las botas, si está licenciado en Zapatería. ¿Es que hay profesiones de primera y profesiones de segunda?

En cualquier caso, mi problema no es sentirme aceptado o no en el gremio, sino mi eterna indeterminación. Recuerdo que un año, en el instituto, cuando tuve que elegir entre el Bachillerato de Humanidades o el de Ciencias Sociales, me decanté por este último, pero escogí unas asignaturas optativas que tiraban más bien para la otra rama, lo cual me dejaba en un limbo académico difícil de encasillar. Luego, cierto profesor adicto al cinismo, de voz engolada y afectado de gigantismo leve, me confesó el primer día de curso, tras salir de clase: “Eres un hijo de puta, a ti no sabíamos dónde ponerte”. El eclecticismo que me caracteriza es mi virtud, pero también mi maldición. Desde siempre. Ya lo decía aquel policía nihilista de ‘True detective’: “La vida es breve para ser bueno en más de una cosa”. “Si llegas a serlo”, apuntaba su compañero, un tipo terrenal y pragmático. “Sí, así que ten cuidado con lo que se te da bien”, sentenciaba el primero.

Hoy sé que soy periodista, pero aún no de qué clase. Y en una época en la que lo efímero ocupa un lugar de privilegio, nada hace peligrar tanto la existencia de las cosas como la indefinición. Hay quien, consciente de esta circunstancia y no conforme con su naturaleza, opta por construir e interpretar una falsa versión del yo. En términos de pura supervivencia, es esa una estrategia inteligente que incluso da resultado. Durante un tiempo, al menos. Sin embargo, al igual que la hierba acaba abriéndose paso a través de cualquier grieta en el embaldosado, la condición innata se impone, tarde o temprano, a toda clase de disfraz, ya sea inventado o adquirido. Cuando se da esa situación, uno debe afrontar una complicada elección: o se asume a sí mismo o acepta verse condenado a alargar una mentira hasta la muerte, a pesar de que esta haya dejado de tener recorrido y sentido. El segundo camino sólo tiene una salida: la simplificación del ser a su versión más ridícula. Pero, ¿qué ocurre cuando la farsa no es una mentira? ¿Qué ocurre cuando ser un farsante es la savia de tu identidad?




miércoles, 18 de septiembre de 2019

Septiembre

Jueves.
12:06

      Que la llegada de septiembre resulta clave en la reaceleración del ritmo urbano es prácticamente una perogrullada. Que mentimos sobre la presunta impertinencia de su retorno, también -"el verano son los padres", que diría aquel-. A ti, igual que a mí, te gusta septiembre. Le gusta a la España devota de Frascuelo y de María y a la del olvidado recetario de insurrección. Septiembre tiene su aquel, su "je ne sais quoi". Convoca con maestría de perro viejo a las mariposas del estómago. Nos avergüenza reconocerlo, pero nos encanta que nos hable al oído y sentirnos seguros con él, en calma. Septiembre es, por tanto, una paradoja. Consigue que regrese la actividad a la urbe, sí, que la calle se convierta de nuevo en el acostumbrado torbellino de caras sin nombre, pero se trata este, en realidad, de un caos institucionalizado y casi paliativo. A España le reconforta la rutina y ansía su retorno porque sumergirse en ella no entraña riesgo alguno, y esa circunstancia hace que, en términos de intelectualidad, sea vaga, de mollera floja, acomodaticia. El debate -no la vociferación fogosa ni el ladrido estéril, sino el debate- le cansa, el pensar en revolución le agota, el estrechamiento de los límites de la zona de confort le aterroriza. Por ello, los pensamientos extremos no triunfan. Su calado es fugaz porque son fruto de un arranque iracundo, de una rabieta. Podemos, por ejemplo, es una rabieta. Vox también. Ciudadanos es más como septiembre. PP y PSOE viven al margen del paso del tiempo y de las estaciones. Son el café en vaso de caña.


martes, 17 de septiembre de 2019

Equipo

Lunes.

18:11

      La capacidad de lidiar con la adversidad y la tristeza es una necesaria virtud. Fernando Quiñones escribió en un poema algo así como que, si a alguien le inquieta no haber llorado nunca, habría que inventarle su luego a la alegría. Nunca me he fiado mucho de la gente con pinta de no haberlo pasado mal en su vida. Hace tiempo leí, no recuerdo dónde, que un empresario sólo contrataba a personas que hubieran superado duros traumas porque consideraba que esos eran los mejores profesionales. El tipo argumentaba que, si habían conseguido salir una o varias veces del fango, estaban completamente preparados para afrontar y salvar cualquier posible situación de crisis -trivial o compleja- en la compañía. Afirmaba, por último, que quien no ha sufrido sucumbe fácilmente a la adversidad más leve. A principios de los noventa, los ghaneses Félix Williams y María Artuer, marido y mujer, atravesaron a pie el desierto desde su país hasta llegar a Melilla, donde saltaron la valla. Ella estaba embarazada. El niño nació poco después, en Bilbao. Veintitrés años más tarde, en 2017, Iñaki Williams, ‘La Pantera’, formó parte de la selección española de fútbol que consiguió el subcampeonato de la Eurocopa sub21. Hoy es el jugador franquicia del Athletic Club, institución de marcada tradición vasca.
      Julio Cortázar tenía ascendencia francesa, alemana y española. En una entrevista en 1977 para el programa ‘A fondo’, de Radiotelevisión Española, dijo: “Yo sigo creyendo que uno de los caminos positivos de la humanidad es el mestizaje. Cuando la fusión de razas sea mayor, más podremos eliminar los chovinismos, los nacionalismos, los patrioterismos de frontera absurdos e insensatos”.
      ‘La Pantera’ bilbaína contó recientemente en ‘El larguero’ que, durante sus vacaciones en Dubai este verano con su familia, su madre rompió a llorar cuando visitaron el desierto al recordar lo que sufrió de joven: “Sabes que tus padres han vivido eso que no deseas para nadie. Hay gente que hoy en día lo sigue haciendo para dar un futuro a sus hijos. Ese futuro me lo han dado mis padres a mí”, manifestó. Si yo dirigiera una empresa, querría en mi equipo a los padres de Iñaki Williams.

Fotografía: Edu DF - Blackswank.





Investidura

Sábado.
12:37

        Paquito trabaja de taxista en Jaén. Rara avis en su profesión, se esfuerza por entretener al cliente con gracejo para que el viaje se le haga a este lo más corto y ameno posible. Ni siquiera tantea el terreno, sino que simplemente se lanza. Es esa un arma de doble filo, pero él la esgrime con orgullo infantiloide. Paquito dice que no comprende a quienes se las dan de listo sin tener ni idea de nada, pero, aunque asegura que entiende poco de política, siempre se las ingenia para acabar hablando de ese tema. Él opina que, si se volvieran a convocar elecciones, deberíamos salir a la calle "y llevarlos al paredón" -a los políticos-. Yo le digo que sí, que lleva razón, pero que, al final, no vamos a hacer nada. Después de una jornada laboral larga, dura y japuta uno sólo busca refugiarse y disfrutar de sus pequeños placeres diarios. Le vas a decir tú a la gente que esta noche no se beba su vino y que se pierda el salseo televisivo para salir a gritar a la plaza "A galopar hasta enterrarlos en el mar", Paquito, se lo vas a decir tú. Pero no me imagino a Paquito haciendo eso. Donde sí lo veo es en su casa justo después de acabar el turno. Se quita la camisa y se descalza. Tiene cara de sibarita de barrio, así que debe de beber Estrella Galicia en tercio. Se abre una, se sienta, enciende la tele y, frente a esta, comienza a librar una intensa batalla verbal contra nadie. A Paquito se le va la fuerza por la puta boca. Su voto vale lo mismo que el tuyo.



domingo, 15 de septiembre de 2019

Página en blanco

Domingo.

20:43

      Regreso al escritorio para enfrentarme a la última página en blanco del día. Pienso que el tema es sencillo y que cerrar el texto no me llevará mucho tiempo, pero haría mal en subestimar el reto. Escribir es peligroso en tanto en cuanto se parece a beber copas con tus mejores amigos: puede ser maravilloso o terrible, y, normalmente, es lo segundo. En ambos casos, como ocurría antes cuando llegaba el verano, se disfruta más el momento previo, el inicio de algo, por el mero hecho de saber que vas a vivirlo, que vivirlo propiamente.


20:50

      Cuando escribo una noticia, no lo hago en orden, es decir, no empiezo por el principio ni acabo por el final. Primero redacto el segundo párrafo más importante, que es en el que se cuentan los datos sustanciales. Supongo que porque tengo todos los detalles frescos. Luego pienso cómo abrir el texto, la tarea más difícil de todas y la que me lleva más tiempo. Puedo escribir diez inicios distintos antes de quedarme con el definitivo, pero es necesario detenerse tanto en ello. Si no atraes al lector con las primeras líneas, estás perdido. El resto ya viene solo, se trata de unir las partes.


21:22

      No siempre se puede ser brillante, por lo que la clave para dar a luz un buen texto es restarle trascendencia al asunto. La mayoría de las veces, uno habla sobre trivialidades, y escribir no debe ser sino un residuo de ello. Yo intento aplicarme el cuento, pero, al final, siempre acabo dando una vuelta a la manzana aunque haya una calle transversal por la que se llega antes a donde quiero.


21:34

      Redactar a diario casi como un autómata sirve de mucho. Te ayuda a rematar la tarea sin tener que usar apenas el cerebro. Es parecido a lo que le ocurre a Ricky Rubio cuando entra solo a canasta. De tanto repetirlo, anotar de bandeja forma ya parte de su genoma.



21:52

      Nada de lo anterior vale cuando se está vacío. En esos casos, escribir se parece a hacer política. Borges, en ‘El Aleph’, dio en el clavo en este sentido: “Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable”.



sábado, 14 de septiembre de 2019

Viernes por la noche

Viernes.

1:00

Extrañas visiones de camino al piso desde el trabajo. Espectros líquidos, sombras difusas. Y entre ellas una imagen sorda pero bien definida. Javier Egea ha regresado de entre los muertos. Tiene los ojos entornados de la manera acostumbrada, sostiene en alto una copa medio vacía y se acomoda la gorra marinera. ¿Qué debería de beber Javier Egea? ¿Qué clase de versos debería de escribir una madrugada de mediados de septiembre? Transita por la calle Bernabé Soriano en lugar de por cualquiera de Granada. Sabe dónde ha dado el primer paso, pero no dónde dará el último.

 

3:11

Orson Welles reconoce que entre contratar a amigos para una película y contratar a buenos actores, elegía contratar a amigos. Dice que nunca se arrepintió de ello. Es más, asegura que lo volvería a hacer. “No considero que el arte sea lo más importante. Prefiero cualquier otra forma de lealtad en la vida. Odio la concepción romántica sobre los artistas que están por encima de todo lo demás, creo que es lo último que debería hacerse”, manifiesta. Dudo que haya mejores bebedores que N. y F., pero, aunque los hubiera, hoy también estaría compartiendo con ellos mesa y cháchara. Sabemos cuándo hemos abierto la primera cerveza, pero no cuándo abriremos la última.

 

4:18

Llevo un rato anotando cosas que no guardan relación entre sí. Una basura sin sentido alguno, una sustancia imperfecta y, por tanto, horrenda. Me da pánico no tener nada que contar, lo que equivale a decir que me da pánico ponerme a escribir, que me aterra saber el porqué de la primera palabra, pero desconocer el porqué de la siguiente.

 

 

4:32

La Cruzcampo y la Alhambra ya se han terminado, así que es menester tocar retirada. Lejos, muy lejos, un trueno anuncia tormenta. Me gustaría que se pusiera a llover inmediatamente. Me gustaría dormirme mientras escucho el sonido de las gotas. Ver dónde cae la primera sin saber en qué parte del cristal caerá la siguiente, y así de manera sucesiva, hasta que toda la superficie de la ventana acabe cubierta de una capa de agua uniforme, sin fallo. Ahora lo comprendo: el caos es también una clase de belleza.


miércoles, 11 de septiembre de 2019

Trepidancia

Miércoles.
00:57

               Ha pasado medio año desde que me mudé a Jaén, cinco meses desde que me trasladé con N. al piso de la calle San Clemente y tres desde que acogimos a F. hasta que el verano se agote. Antes de vivir aquí estuve durmiendo unas semanas en una discreta cama del Gran Eje concebida para ser transitoria y que Marta, de hecho, detestaba. Si miro atrás, me da cierto vértigo comprobar lo rápido que transcurre el tiempo.

Debería existir la palabra trepidancia. Trepidancia (sustantivo abstracto): cualidad de lo trepidante. Ejemplo: septiembre regresa con su trepidancia y su burocracia. Dirán algunos que ya existe agitación, que ya existe intensidad, para decir lo mismo, y su afirmación no podrá ser más acertada. Pero, qué hay de cómo suena trepidancia. Trepidancia, cualidad de lo trepidante. Trepidancia. Qué hay de cómo casa con septiembre, de cómo lo disfraza.

Es la madrugada del 11 de septiembre en la calle San Clemente y llueve.




sábado, 7 de septiembre de 2019

Sábado por la mañana

Sábado por la mañana.

 

Acabo de subir al bus. Aquí, en Jaén, no lo saben, pero en mi pueblo se vive la resaca post-ofrenda a la patrona. Eso quiere decir que el despertar, para muchos, va a ser muy jodido.

En abril de 1988, mes y año de mi nacimiento, la discográfica PDI publicó el cuarto álbum de estudio de El último de la fila, ‘Como la cabeza al sombrero’. La quinta canción de la carabé del elepé es ‘Llanto de pasión’, y siempre que estoy de vuelta la recuerdo. Su letra, que tiene algo de elegía, pero también algo de épica, habla del pasado y, precisamente, de un regreso. ¿Soy yo el de la canción? Quizás, pero no del todo ahora, sino dentro de unos años.

Cuando cierro los ojos, a veces me encuentro conmigo mismo en el futuro. La escena es, en general, difusa, aunque puedo deducir dos cosas claras de esta, a saber, que estoy lejos de mi terruño y que, a causa de ello, aquel a quien imagino no soy realmente yo, sino un trasunto de mí. Aunque Manolo García diga que lo que pasó ya no existe, parte de uno siempre se queda en el tiempo y en el lugar en los que aprendió a convivir con la alegría. Desvío la vista de la ventanilla y me topo con el tatuaje en mi brazo. Son los tres últimos versos de ‘Contra Jaime Gil de Biedma’ –“Oh, innoble servidumbre...”-, que me traen a las mientes otra reflexión del poeta: “En el recuerdo el júbilo es igual a la tristeza”. Lo confieso: tengo miedo a olvidar que lo que soy ahora y lo que seré en el futuro se lo debo al pasado. El bus llega a su destino y poso los pies en un asfalto de sobra conocido. Hola, Tosiria. Vuelvo a donde empecé.





jueves, 5 de septiembre de 2019

Jueves, primera hora de la tarde

Jueves, primera hora de la tarde.

Fernando Quiñones dice que quiere hacer una hoguera con todas las palabras. Llevo un año tratando de cerrar un poema dedicado a su estatua junto a La Caleta. Lo retomaré hoy, ya lo he decidido, pero no será hasta esta noche.
Dos horas después, el nervio me vence. Hoy llevo tres páginas, de modo que me quedan, como poco, cuatro horas en la redacción -eso, teniendo en cuenta ya los imprevistos-. Sin embargo, aprovecho un hueco para crear un documento en blanco y escribir un par de ideas. No me servirán luego, pero necesito quitarme este peso ahora. Echo de menos el puerperio literario. 
Son cerca de las nueve y salgo a que me dé el aire. Hace tiempo descubrí una palabra bonita: petricor. Sé que trataré de meterla con calzador en el poema, que por culpa de ello me acostaré a las dos y que mañana, cuando esté bebiendo mi café salido de la fragua vulcania, lo reeleré, borraré todo cuanto escribí de madrugada y me replantearé mi oficio y mi vocación. Antes de dormir hoy quiero leer a Hermann Hesse. ¿Me traje a Jaén ‘Rastro de un sueño’? Creo que me ha caído una gota en la cabeza y que otra ha hecho lo propio en el suelo. Ah, claro, de ahí el petricor.

Resta menos de una hora para la medianoche. He salido hace diez minutos y me he dejado el libro del poeta junto al teclado. Me hubiera gustado releer otro par de versos. Ahora estoy seguro de que hoy ya no escribiré nada. Disfruto del paisaje nocturno y caleidoscópico. Pienso que me gustaría beber una copa. Pienso que la necesito. Cuando llegue al piso, me tiraré en el sofá y charlaré vagamente sobre quimeras hasta que me venza el sueño. No me preocupa, la creatividad se asienta sobre el pesimismo.

miércoles, 4 de septiembre de 2019

Cabos sueltos

Miércoles.

Día uno después del funeral.


               Resulta altamente curiosa, incluso abrumadora, la exactitud con la que puede reconstruirse la personalidad de alguien tan sólo observando los objetos que le pertenecieron y analizando la manera en la que los dejó dispuestos. Por ejemplo, si yo me muriera hoy y alguien se pusiera a revisar mi dormitorio, no tengo ninguna duda de que tardaría apenas cinco minutos en descubrir que era -que soy- un anarquista doméstico, un experto coleccionista de efectos personales y ajenos totalmente inservibles, un obseso de la anotación de alineaciones y dorsales futbolísticos y un sociópata en potencia. De la misma forma, cualquier desconocido que se hubiera unido a nuestro saqueo de los cajones y el armario de mi abuelo se habría dado cuenta en seguida de que fue un hombre recto y ordenado, primo hermano de Thomas Highway, que se esforzaba hasta el extremo por no dejar ni un sólo cabo suelto en todo lo que ponía en marcha o le incumbía; en definitiva, un tipo con el que se podía contar si se necesitaba su ayuda. Y aunque eso, todo eso, ya lo sabía yo, este inocente fisgoneo me ha servido para darme cuenta de que casi lo había olvidado y también, por tanto, para recordar por qué lo sabía. Lo primero que me ha llamado la atención, aunque debería haberme esperado algo así, es que, durante años, y prácticamente en secreto, mi abuelo fue acumulando, siguiendo un orden casi enfermizo, decenas de documentos bancarios, administrativos y médicos con el objetivo, seguramente, de estar preparado por si alguien trataba de jugársela en algún sentido. Sí, receloso también era. Otro (re)descubrimiento importante: hacía dos décadas que había dejado lista su fotografía para su propia lápida. Estaba hasta enmarcada. Además de ello, guardaba, cuidadosamente dobladas, las cartas que remitió a la dirección de la fábrica de cemento de la que fue delegado de personal para negociar, en los sesenta del viejo siglo XX, el primer convenio laboral de la empresa. Casi huelga decir que su caligrafía era exquisita y su sintaxis, impecable. Apasionado de las matemáticas, también conservaba cientos de anotaciones sobre distancias en kilómetros entre ciudades, sus cálculos de superficies de sectores circulares, que solía hacer en cualquier trozo de papel que encontrara, en cualquier sobre, en cualquier cartón, y sus extensas y elaboradas combinaciones quinielísticas en cuya confección yo nunca quise tomar parte, a pesar de que sudó mucho tratando de convencerme. Pero para cabezón él, cabezón yo. Una columna cada uno por probar y punto, le decía, y mi abuelo, que era más ambicioso y se declaraba enemigo de las apuestas simples, se resignaba y lo aceptaba sólo por compartir aquello conmigo. Incluso siempre reservaba el pleno al quince para mí. Por supuesto, durante largo tiempo siguió trabajando en solitario para preparar una múltiple infalible y nunca perdió la esperanza de que yo acabara apoyando su plan para dominar el mundo. Cuando se había dedicado a ello toda la tarde, me daba en el brazo, bolígrafo en mano, para explicarme con pasión los detalles de la compleja combinación, pero como yo no le seguía el juego, volvía en seguida a sus papeles y a sus cosas. Aquello se repitió día sí y día también hasta que, en sus últimos años, acabó olvidándose de cómo hacer quinielas y, por ende, de su sueño de jugar la apuesta definitiva. Nadie mejor que yo lo sabe: esa cuenta sí que la dejaste pendiente, Paco.




martes, 3 de septiembre de 2019

"¿Quién juega?"

A mi abuelo, Paco 'El Cochero' -el epíteto le viene de joven, de cuando acostumbraba a conducir el coche de caballos de su padre-, le gustaba el fútbol sobre cualquier otra cosa. Era más madridista que don Santiago, pero, fiel a su carácter recto -en este sentido y en otros, en todos- nunca quiso reconocerlo. Yo siempre lo supe, a pesar de ello: sus protestas a favor del conjunto blanco, nada airadas, sino comedidas hasta el extremo, en cualquier partido, le delataban. Durante muchos años intenté pillarle -"abuelo, dime la verdad, tú eres más madridista que todos los que estamos aquí juntos", y los que estábamos allí juntos habitualmente éramos él, mi padre y yo-, pero siempre negaba la mayor. Sin embargo, hace no mucho, cuando ya apenas recordaba caras y nombres aunque todavía se advirtiera un atisbo de lucidez en su proceder, llegó a confesármelo sin darse cuenta. "Abuelo, ¿tú de qué equipo eres?", pregunté, todo cándido. "Ea, yo... del Real Madrid", respondió él vagamente, como si todavía le costara reconocerlo, desnudarse en algún sentido.

De los futbolistas que siempre destacaba como sus favoritos, recuerdo especialmente cuatro: Indalecio -jugador eminente del Torredonjimeno en los años 40-, Roberto Carlos, Luis Enrique -que él pronunciaba con una particular aspiración entre la segunda y la tercera sílaba del "enrique"- y "el de los pases largos", que era Beckham. Con él vi, por ejemplo, en el salón de mi primer hogar en el pueblo -un tercero de cuyo balcón hablo en cierto libro-, la agónica final de Champions del 99 entre el United y el Bayern. Más allá de la épica remontada de los red devils, de los cuerpos casi inertes de los jugadores bávaros tras el segundo tanto de Solskjaer en el tiempo añadido -más vida había en Comala- y del llanto desconsolado de Kuffour, me acuerdo de que nos reímos mucho de lo feo que era “El Calvo” -para nosotros, "El Calvo" era Collina- y del histrionismo que gastaba.

De su frustrada carrera como futbolista, contaba que antes de cumplir los veinte años era, de largo, el mejor extremo derecho del pueblo y que, si no llegó a jugar nunca en el Torredonjimeno, fue por culpa de cierto pope del fútbol tosiriano que vetó su ingreso en el club tras acusarle sin fundamento de no sé qué canallada contra un hermano suyo. "Cuidao el mangurrián, que la había tomao conmigo". De hecho, según decía, no tardó en demostrar que era inocente, y para el alegato que arrancó el perdón de su torquemada contó con el apoyo de su querido Miguel, su hermano pequeño, del que siempre habló con cariño y añoranza. Y aunque siempre dudé de la veracidad absoluta de la historia, tan propenso como era él a la exageración cuando de hablar de sí mismo se trataba, la escuché con atención todas y cada una de las veces que me la refirió: era la única forma de llegar a echar una ojeada al interior de su espesa coraza.

Paco "El Cochero" murió el 2 de septiembre de 2019 -96 años tenía-, pero hacía ya bastante tiempo que había dejado de ser Paco 'El Cochero' -al menos, el Paco 'El Cochero' que yo conocí-. Se trató aquella de una última etapa brumosa en la que, sin embargo, terco, como siempre, se resistió a irse del todo. Yo, de hecho, sabía cómo invocarlo. Me colocaba a su lado, me acercaba ligeramente a su oído derecho y, de forma decidida, le decía, a pesar de que solía ser mentira: "Abuelo, hoy hay fútbol". Al momento, aun casi ciego y casi sordo, giraba de forma instintiva la cabeza hacia la tele y, con la cara iluminada como la de un niño el día de su cumpleaños, preguntaba: "¿Quién juega?" Y yo juro que, por un segundo, volvía a ver en su gesto un destello de Paco "El Cochero". Lo que en esos escasos segundos pasaba por su cabeza sólo él lo sabía y con él se fue. A mí me gusta pensar que, quizás, callado y quieto, comenzaba a repasar mentalmente las mil y una jugadas que sus retinas habían ido registrando en su memoria a lo largo de ocho décadas de partidos y más partidos, los goles inolvidables en color y en blanco y negro, las alegrías y las penas de incontables horas de transistor balompédico y puede que también el último partido que allí, en el salón, vio sentado junto a su nieto.