Raro. Septiembre es un mes un
tanto raro. Septiembre huele a acera mojada y a la vez sabe a hoja seca. A
septiembre, por su particular suma de elementos a priori opuestos entre sí, se
le mira con los ojos entornados, con el entrecejo tenso a lo Gregory Peck, se
le guarda la distancia, se le dice hola, se le dice muy buenas con la boca
chica, con cierto recelo, con cierto tacto. Septiembre es adiós triste al
tiempo que nerviosa bienvenida, es incertidumbre, es medio pan debajo del brazo
y, del mismo modo, es deseo de cambio, punzada en el corazón, es retorno, es
escalada.
Este
septiembre ha vuelto más septiembre que nunca en el ámbito futbolístico. Quizás
sea por la marcha de Cerresiete a la Juve que ha generado expectación mayúscula
por comprobar cómo el Madrid tricampeón de Europa se rearma sin el portugués,
quizás por las bocas que hablan de un Barça alejado del virtuosismo de la era
Pep a pesar de los resultados, quizás por el buen hacer de la dirección
deportiva atlética a la hora de confeccionar su nueva plantilla, circunstancias
estas que nos hacen suponer que en la competición doméstica española se han
reducido las distancias de aspecto competitivo entre los clubes, a pesar de
que, tras el inicio, todo parece seguir igual que en las últimas temporadas. Quizás
sea por el regreso del Valencia a la Champions, quizás porque también ha vuelto
el Inter, quizás porque el You’ll never walk alone ensordece de nuevo Europa, puede
que porque el hecho de premiar a los campeones de las ligas con la inclusión en
el primer bombo para el sorteo de la fase de grupos otorga al campeonato un
aire noventero y hasta algo añejo, en un sentido tierno y de añoranza: ‘La copa
de los clubes campeones europeos’, reza la inscripción de La Orejona, con su
brillo selénico deslumbrando cual tesoro abisal, un lema que, sin embargo,
perdió el esplendor con el que nació a finales del siglo pasado, víctima de la
globalización económica del viejo continente, que también llegó al mundo del
balompié y que provocó -con la ley Bosman al frente- la consiguiente pérdida de
peso de los equipos procedentes de países menos ricos.
La
Champions de antes, la que llegué a vivir y la que no, la Copa de Europa, tenía
algo de sentimiento aventurero –hay que imaginarse las expediciones de los
planteles atravesando los Cárpatos y los Urales, por ejemplo, como si fueran
tropas que se adentraban en el ignoto territorio del enemigo para conquistarlo–,
algo de exotismo, algo de miedo a lo desconocido, algo de septiembre. Y digo
que este septiembre es más septiembre que nunca, que esta Champions tiene más
de septiembre que nunca, porque me lo ha confirmado lo visto sobre el césped
tras el término de la primera jornada de la multicolor fase de grupos. Ya
pueden modernizarse los formatos de competición, ya pueden irrumpir los
petrodólares para abigarrar estrellas en clubes con escasa o nula tradición
ganadora, ya pueden asomarse tímidamente a la lista de invitados ilustres los conjuntos
de moda, que las camisetas y los escudos de los de siempre seguirán teniendo el
mismo peso, que es el peso propio de la historia. ¿Cómo se explica, si no, que
no deje de pegársela el City en Champions año tras año como lo haría un bólido
contra un muro de hormigón? ¿No es ese el motivo de que no deje de hacerlo
tampoco el PSG? ¿Acaso, del mismo modo, no se trata del argumento que da
sentido a que, con el partido controlado, el admirado Tottenham de Pocchettino
se hiciera tan pequeñito frente a un gris Inter el pasado martes tras el empate
de Icardi y que el Meazza se convirtiera en un segundo en escenario
insoportable para el equipo inglés hasta el punto de que la consumación de la
remontada pareciera, como finalmente lo fue, inevitable? ¿Qué tendrá la
elástica neroazzurra que se activó como un conjuro antiquísimo en ese momento clave
al que sólo estaban llamados a ser decisivos unos pocos elegidos, de lo cual
carece la de los Spurs? ¿Qué tendrá la roja del Liverpool que le falta a la del
PSG para dotar a los que la visten del espíritu de un purasangre enloquecido? ¿Qué
mágico misterio encierra la azulgrana? ¿Qué maravilla esconde la merengona?
¿Por qué la atmósfera de los estadios que tanta épica han albergado, ya hayan
mantenido su nombre clásico, ya presenten en sus renovados carnés los de las
poderosas multinacionales de turno, continúa temblando cual terrible estampida y
encogiendo el corazón para que su latido indómito se manifieste en forma de
grito infatigable del hincha?
Mientras
que cada vez con más ímpetu se nos invita, como ciudadano, a tomar conciencia
de grupo, a asumir que hemos de ser una mísera hormiga más dentro del inmenso
hormiguero, nuestra personalidad, nuestro sello único e irrepetible, lucha por
abrirse paso y no quedar enjaulado. La identidad no cambia nunca. No muere
nunca. Algo parecido ocurre en el mundo del fútbol.
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