viernes, 21 de septiembre de 2018

Tradición


               Raro. Septiembre es un mes un tanto raro. Septiembre huele a acera mojada y a la vez sabe a hoja seca. A septiembre, por su particular suma de elementos a priori opuestos entre sí, se le mira con los ojos entornados, con el entrecejo tenso a lo Gregory Peck, se le guarda la distancia, se le dice hola, se le dice muy buenas con la boca chica, con cierto recelo, con cierto tacto. Septiembre es adiós triste al tiempo que nerviosa bienvenida, es incertidumbre, es medio pan debajo del brazo y, del mismo modo, es deseo de cambio, punzada en el corazón, es retorno, es escalada.
               Este septiembre ha vuelto más septiembre que nunca en el ámbito futbolístico. Quizás sea por la marcha de Cerresiete a la Juve que ha generado expectación mayúscula por comprobar cómo el Madrid tricampeón de Europa se rearma sin el portugués, quizás por las bocas que hablan de un Barça alejado del virtuosismo de la era Pep a pesar de los resultados, quizás por el buen hacer de la dirección deportiva atlética a la hora de confeccionar su nueva plantilla, circunstancias estas que nos hacen suponer que en la competición doméstica española se han reducido las distancias de aspecto competitivo entre los clubes, a pesar de que, tras el inicio, todo parece seguir igual que en las últimas temporadas. Quizás sea por el regreso del Valencia a la Champions, quizás porque también ha vuelto el Inter, quizás porque el You’ll never walk alone ensordece de nuevo Europa, puede que porque el hecho de premiar a los campeones de las ligas con la inclusión en el primer bombo para el sorteo de la fase de grupos otorga al campeonato un aire noventero y hasta algo añejo, en un sentido tierno y de añoranza: ‘La copa de los clubes campeones europeos’, reza la inscripción de La Orejona, con su brillo selénico deslumbrando cual tesoro abisal, un lema que, sin embargo, perdió el esplendor con el que nació a finales del siglo pasado, víctima de la globalización económica del viejo continente, que también llegó al mundo del balompié y que provocó -con la ley Bosman al frente- la consiguiente pérdida de peso de los equipos procedentes de países menos ricos.
               La Champions de antes, la que llegué a vivir y la que no, la Copa de Europa, tenía algo de sentimiento aventurero –hay que imaginarse las expediciones de los planteles atravesando los Cárpatos y los Urales, por ejemplo, como si fueran tropas que se adentraban en el ignoto territorio del enemigo para conquistarlo–, algo de exotismo, algo de miedo a lo desconocido, algo de septiembre. Y digo que este septiembre es más septiembre que nunca, que esta Champions tiene más de septiembre que nunca, porque me lo ha confirmado lo visto sobre el césped tras el término de la primera jornada de la multicolor fase de grupos. Ya pueden modernizarse los formatos de competición, ya pueden irrumpir los petrodólares para abigarrar estrellas en clubes con escasa o nula tradición ganadora, ya pueden asomarse tímidamente a la lista de invitados ilustres los conjuntos de moda, que las camisetas y los escudos de los de siempre seguirán teniendo el mismo peso, que es el peso propio de la historia. ¿Cómo se explica, si no, que no deje de pegársela el City en Champions año tras año como lo haría un bólido contra un muro de hormigón? ¿No es ese el motivo de que no deje de hacerlo tampoco el PSG? ¿Acaso, del mismo modo, no se trata del argumento que da sentido a que, con el partido controlado, el admirado Tottenham de Pocchettino se hiciera tan pequeñito frente a un gris Inter el pasado martes tras el empate de Icardi y que el Meazza se convirtiera en un segundo en escenario insoportable para el equipo inglés hasta el punto de que la consumación de la remontada pareciera, como finalmente lo fue, inevitable? ¿Qué tendrá la elástica neroazzurra que se activó como un conjuro antiquísimo en ese momento clave al que sólo estaban llamados a ser decisivos unos pocos elegidos, de lo cual carece la de los Spurs? ¿Qué tendrá la roja del Liverpool que le falta a la del PSG para dotar a los que la visten del espíritu de un purasangre enloquecido? ¿Qué mágico misterio encierra la azulgrana? ¿Qué maravilla esconde la merengona? ¿Por qué la atmósfera de los estadios que tanta épica han albergado, ya hayan mantenido su nombre clásico, ya presenten en sus renovados carnés los de las poderosas multinacionales de turno, continúa temblando cual terrible estampida y encogiendo el corazón para que su latido indómito se manifieste en forma de grito infatigable del hincha?
               Mientras que cada vez con más ímpetu se nos invita, como ciudadano, a tomar conciencia de grupo, a asumir que hemos de ser una mísera hormiga más dentro del inmenso hormiguero, nuestra personalidad, nuestro sello único e irrepetible, lucha por abrirse paso y no quedar enjaulado. La identidad no cambia nunca. No muere nunca. Algo parecido ocurre en el mundo del fútbol.

No hay comentarios:

Publicar un comentario