“¿Alguna
vez has tenido la sensación de que un libro te ha encontrado a ti, en lugar de
haber encontrado tú al libro?” Cuando Carlos Sánchez, voz refrescante y
matutina de Radio Torredonjimeno, me preguntó esto con un particular tono
indagador hace unos meses, fumaba con ademán incurioso su habitual tabaco de
liar en la terraza de una cafetería. Esa manera de pronunciar las palabras
hubiera bastado –bastó, de hecho- para llamar mi atención al instante, pero tal carácter de incipiente trascendencia se vio intensificado después de que descubriera en sus
ojos entornados, que me miraban
directamente a la cara sin visos de sucumbir a la tentación del pestañeo, un brillo
que, antes de ese día, había visto en sus pupilas en muy pocas ocasiones,
pero que, sin embargo, conocía
de sobra. Carlos,
no había duda, quería hablarme
de algo que le había
fascinado de manera absoluta, y eso requería que yo estuviera a la altura de
las circunstancias.
Debió percibir cierta desorientación en mi gesto, porque, acto
seguido, decidió reformular la cuestión: “Me refiero a que, después
de leer un libro, te hayas dado cuenta de que
se trataba del momento idóneo para haberlo hecho. De que en otra situación no
hubiera significado lo mismo para ti.” No medité demasiado el asunto antes de
confesarle que no recordaba haber
experimentado algo así, seguramente en un intento por resistirme a que la
respuesta, una vez reflexionada la cuestión como pensaba que se merecía,
fuera negativa. “Pues a mí me ha pasado. A mí me ha
pasado eso con ‘Matar a un ruiseñor’”, me dijo. La única novela de Harper Lee
era un título por el cual, desde hacía mucho, sentía un especial interés, aun
sin conocer de su argumento más de lo que una sinopsis básica puede resumir en
cuatro o cinco líneas, pero que, hasta el momento, no había leído,
de manera que consideré imposible llegar a comprender entonces
el sentido de lo que mi amigo
quería contarme. Así, la conversación no se alargó más y
quedó en suspenso, tal y como acordaron nuestros silencios después de yo
resolviera que no podía o debía aportar nada al respecto y de que él no hallara
manera de continuar hablando sin contar con la referencia de la réplica
adecuada. Tantas cosas tarda uno en entender de manera inmediata, a
consecuencia de lo cual las deja tendidas para que se sequen en el limbo y,
así, volver luego a ellas y recogerlas cuando llegue la pertinente hora. Lo que suele pasar, no obstante, es que se va posponiendo ese regreso hasta que, finalmente, viene una ventolera y se las lleva para siempre. Pero, por
suerte, no ha ocurrido así en este caso.
La anécdota la traigo ahora a colación porque ha cobrado un especial
sentido para mí en el contexto de la convocatoria de la tan sonada huelga
feminista. Habrá sido la casualidad o lo que cada cual quiera
imaginarse, pero el caso es que las circunstancias han determinado que, precisamente en vísperas del 8 de
marzo, la oscarizada adaptación cinematográfica de libro de Lee, con Gregory Peck al frente,
me haya encontrado. Sé que ha tenido
que ser así y no de ningún otro modo. Me encontró,
efectivamente, supo aguardar el tiempo necesario sin acercarse, a pesar de mi
deseo, si bien no ferviente, de que un día nuestras miradas esquivaran a la
gente y se cruzaran, al fin, hasta que llegó el momento
propicio para fuera ella misma quien se decidiera
a tocarme la espalda y soltar aquello de: “¿No nos hemos visto antes en alguna
parte?” Me encontró la película
y me encontró el Atticus
Finch de Gregory
Peck, el correcto
e imperturbable Atticus Finch
de Gregory Peck, con su templanza sobre el escenario, su percha imponente, sus
cejas concentradas a lo Carletto, su sentido de la profesionalidad y el respeto
reflejado en su inseparable traje de tres piezas,
su dulce modestia
hecha flequillo sin peinar apenas,
su carisma silencioso, su dicción tan contundente y sobria, el Atticus Finch
de Gregory Peck hablando sobre la compasión y la ignorancia, sobre
prejuicios, sobre inmoralidades, sobre presuntos seres superiores e inferiores,
sobre clichés impuestos y asumidos de los que nadie se atreve a dudar en su sano juicio, pero que no son más que estorbos antinaturales,
arbitrarios y, por tanto, podridos en
su raíz, muertos ya desde su nacimiento. En la película, en el libro, Atticus
se compadece de aquellos granjeros sureños, convecinos suyos, que no eran
capaces de ver más allá del color de la piel y que se atrevieron a juzgar como culpable de un delito
a un negro porque era negro y punto.
Se compadece de ellos y de su ignorancia, de su estrechez de miras. Igual
que yo hoy me compadezco de muchas personas, de muchos hombres.
Dejando claro que mi punto de vista difiere en muchos aspectos del
de quienes defienden algunos métodos que en pos de la igualdad entre hombres y
mujeres se vienen poniendo en práctica, y sin caer en mensajes lisonjeros que
busquen el aplauso fácil, diré que hoy tengo
los ojos un poco más abiertos que ayer. Porque
no concebí, en un principio, que esta huelga
convocada para el 8 de marzo tuviera que ser sólo por y para mujeres, porque yo
me preguntaba, hace muy poco, que qué pasaba si un hombre quería participar en
las manifestaciones que se celebran este día y también lanzar su alegato
reivindicativo en contra de cualquier tipo de discriminación hacia las mujeres,
que si es que no iba a ser bien recibido, que, de ser así, eso respondía a una
ideología sectaria muy alejada de lo que precisamente el término igualdad
implica. No lo concebía y, sin embargo, a pesar de estar muy convencido de ello,
justo después de haber escuchado al Atticus Finch de Gregory Peck, el Atticus
Finch transgresor y valiente, me topé fortuitamente con una publicación viral
en internet acerca de las marchas feministas convocadas que me hizo
replantearme muchas cosas. Nada de especial tenía con respecto a otras que ya
había visto los días previos, ningún mínimo detalle la hacía digna de destacar
entre los mensajes que ya se habían venido lanzando al respecto, pero me hizo
detenerme en ella el hecho de que la persona que la había compartido invitara a
leer los comentarios que los usuarios habían ido adjuntando al post original.
Casi de forma automática, seguí el consejo sin esperar encontrar nada demasiado
relevante, mas, una vez echado el vistazo, me di cuenta de que no pude haber
estado más equivocado. La sarta de burricies vomitadas cual si los autores
fueran verdaderos payazos etílicos de cuna no pudo menos que revolverme las
tripas, pero también el corazón, lo juro. Entonces me di cuenta. Claro que hace
falta una huelga de estas características. Porque aunque yo no veía o no quería
ver que aún pudiera haber personas que pensaran y se comportaran de esa manera,
que aún siguiera habiendo sueltos por el mundo granjeros sureños
con semblante eastwoodiano venido a menos que sólo dan para clasificar la realidad según su escueta
escala de blancos
y negros, de fuertes y
débiles, de seres superiores e inferiores, me di de bruces con una realidad muy
triste. Lo que no llegan a advertir estos sujetos, y entiendo que nunca podrán
hacerlo, es que esa clasificación binaria tan sólo cobra sentido gracias a su
párvula y absurda sensación hitleriana, aunque con tintes mamarracheros, de
supremacía idiota. Y eso, con educación y un azote a tiempo en el culo, debería
de ser muy fácil de vencer.
De modo que sí, en un segundo llegué a comprender a Carlos. Aunque
los motivos no fueran los mismos, ni tampoco la clase de mella que la
experiencia ha hecho en cada uno, aunque ni siquiera tenga que ver que se trate
de la misma historia, en papel o en pantalla. Le comprendí porque, de no
haberse concatenado los hechos de esta manera, de no haberse atrevido el film a
salvar el obstáculo de la timidez y acercarse a hablar conmigo justo ahora,
encajando así en el desarrollo de los acontecimientos, dándoles sentido, esta
reflexión que hoy revelo por escrito
no habría podido ver la luz nunca. Por eso no dudo de que ha sido la película
la que ha encontrado a mí, en lugar de yo a ella. Tuvo que apretar
los dientes ante mi indecisión, tragar saliva y dar el paso
clave. Fue osada, en definitiva, se arriesgó y consiguió demostrar que los
actos de valentía, por muy pequeños que sean, generan un eco lo suficientemente
intenso como para hacer que cambie la historia. Aunque recelen de ti y te digan
que eso no es posible.
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