Hay una
clase de intelectualoide mameluco que acostumbra en grupo a echar la fresquita
en torno a la una, con su chocho cosido o su pija roñosa -nunca fruto del tesón
esta infortunada circunstancia-. Metejones furtivos, con su piquito de colibrí
ponen de vuelta y media todo cuanto a su limitada y simpática capacidad de
análisis escapa desde la mesa del centro que suelen ocupar, no porque gusten de
mezclarse entre sus convecinos, puesto que suelen evitar el roce con ademán de
asquete, sino porque así consiguen alimentar el ego con gusto, igual que si
presidieran el corro de los tontos de bote. Un brindis por su chocho, un
brindis por su pija.
viernes, 28 de septiembre de 2018
martes, 25 de septiembre de 2018
Sobre abusos, educación y libertades
El
Tribunal Supremo ha dictado sentencia: los tocamientos no consentidos serán
considerados abuso sexual. La feliz noticia viene circulando en los medios
durante los últimos días, y es cierto que la medida merece aplauso por su carácter
amedrentador dirigido a borricos, malparidos, machitos y gallitos, pero no deja
de ser –igual que lo es cortar el tallo de una mala hierba en lugar de
extirparla de raíz– una solución a medias. El problema se erradicaría si se
tomaran las pertinentes cartas en el asunto desde el punto de vista educativo.
Pero mientras la educación siga dependiendo de chupópteros que en su momento
decidieron dedicar su vida a hacer carrera política, esto es, de intereses
sectarios y partidistas, no existirá manera alguna de hallar remedio. Nuestra
educación se basa en clichés anticuados, en el yo digo, tú repites, en la
comodidad, en la formación de engranajes futuros que sustituyan a los ya desgastados dentro de la gran maquinaria capitalista, y esta situación exige un
cambio radical antes de que sea demasiado tarde.
Centrémonos en
la base del asunto. Escarbemos y lleguemos al epicentro. Cuando yo lo hago, llego
a una conclusión clara: yo no enseñaría ortografía en las escuelas. Y me preguntarás
que qué tiene que ver esto con la cuestión planteada al inicio, a lo que yo
contesto que mucho, que todo. Repito: yo no enseñaría ortografía en las
escuelas. ¿Sabes cómo se aprende ortografía? Leyendo. ¿Sabes lo que también
aprende uno leyendo? Uno, leyendo, aprende a pensar. Así que no. Decididamente
no. Yo no enseñaría ortografía en las escuelas. Yo, además de la lectura
–porque leer dista mucho de saber que tal sonido corresponde a tal grafía, que
es lo que se enseña–, trabajaría la expresión oral, enseñaría cómo manifestar
el pensamiento, cómo utilizar los recursos que ofrece la lengua para construir
ideas, poner estas en práctica y hacer que el mundo progrese. Enseñar
ortografía, en cambio, enseñar ortografía y caligrafía, dar más importancia a
la forma que al fondo, es transmitir un concepto equivocado de la gramática, de
la sintaxis e incluso de la semántica; enseñar ortografía y caligrafía sin
detenerse en la expresión es decir que la creatividad tiene que quedar aparcada,
es conseguir que se usen mal los diccionarios y las gramáticas y que se acuda a
ellos para saber cómo debe hablarse o qué significa una palabra, como si se
tratara la relación significante/significado de un principio inviolable de la
naturaleza, cuando en la capacidad de crear nuevos significados y nuevos usos
se encuentra parte de la clave de nuestro desarrollo pleno como personas; enseñar ortografía y caligrafía sin detenerse en la expresión es matar esa
capacidad, es crear peleles, ineptos sociales, garrulos, pobreticos del Señor. ¿Recuerdas
cuando el maestro o la maestra de turno decía que la ‘a’ tenía que escribirse
así o asao –y no respetar el así o el asao era signo inequívoco de torpeza o
rebeldía mayúscula-, que la ‘a’ tenía que encajar de manera precisa en el
cuadradito de la cuadriculita de la libretita y no salirse de los límites que
marcaban la rayita de arriba y la rayita de abajo en el cuadernito de
caligrafía? ¿No son esas rayitas del infierno una representación perfecta de
los barrotes de una celda? Imagina a un niño o una niña con unas aptitudes
para el dibujo fuera de lo común. Imagina también que, al colorear, se sale de
la raya. ¿Qué hay de malo en ello? ¿No será salirse de la raya una muestra
clara de creatividad? ¿No crecerá, sin embargo, esa personita creyendo que no
está bien hacerlo así si el maestro o la maestra le dice que no puede salirse
de la raya? ¿No se habrá podido destruir en un segundo una laureada carrera
como artista? ¿No pensará esa personita, una vez alcanzada su edad adulta, que
luchar por lo que cree justo y por sus derechos está mal porque se trata,
precisamente, de salirse de la raya, de pasarse de la raya? ¿No se considera que es pasarse de la raya gritar la palabra feminismo? ¿No quedará, de
este modo, la sociedad que ahora conocemos anclada y abocada a la desaparición?
¿No ves que lo que quieren es que seamos ovejitas, coño, estúpidas ovejitas que
se queden siempre en el rebaño?
No
formar personas basándose en el librepensamiento, en el respeto a la opinión
de sus iguales y a sus iguales como tales, no estimular la inventiva, obligar a
no salirse de la raya, es sembrar intolerancia. Ser consciente de todo ello y,
aun así, seguir implantando sistemas educativos que obvian estos pilares es otra
clase de abuso, es contribuir a tal suerte de homicidio y también, dado que la
figura machibérica es una de sus consecuencias claras, es aportar el granito de
arena para que continúen existiendo especímenes de esa calaña y para que la
libertad de una mujer en plena calle siga -dígase con todas las letras- manoseándose.
viernes, 21 de septiembre de 2018
Tradición
Raro. Septiembre es un mes un
tanto raro. Septiembre huele a acera mojada y a la vez sabe a hoja seca. A
septiembre, por su particular suma de elementos a priori opuestos entre sí, se
le mira con los ojos entornados, con el entrecejo tenso a lo Gregory Peck, se
le guarda la distancia, se le dice hola, se le dice muy buenas con la boca
chica, con cierto recelo, con cierto tacto. Septiembre es adiós triste al
tiempo que nerviosa bienvenida, es incertidumbre, es medio pan debajo del brazo
y, del mismo modo, es deseo de cambio, punzada en el corazón, es retorno, es
escalada.
Este
septiembre ha vuelto más septiembre que nunca en el ámbito futbolístico. Quizás
sea por la marcha de Cerresiete a la Juve que ha generado expectación mayúscula
por comprobar cómo el Madrid tricampeón de Europa se rearma sin el portugués,
quizás por las bocas que hablan de un Barça alejado del virtuosismo de la era
Pep a pesar de los resultados, quizás por el buen hacer de la dirección
deportiva atlética a la hora de confeccionar su nueva plantilla, circunstancias
estas que nos hacen suponer que en la competición doméstica española se han
reducido las distancias de aspecto competitivo entre los clubes, a pesar de
que, tras el inicio, todo parece seguir igual que en las últimas temporadas. Quizás
sea por el regreso del Valencia a la Champions, quizás porque también ha vuelto
el Inter, quizás porque el You’ll never walk alone ensordece de nuevo Europa, puede
que porque el hecho de premiar a los campeones de las ligas con la inclusión en
el primer bombo para el sorteo de la fase de grupos otorga al campeonato un
aire noventero y hasta algo añejo, en un sentido tierno y de añoranza: ‘La copa
de los clubes campeones europeos’, reza la inscripción de La Orejona, con su
brillo selénico deslumbrando cual tesoro abisal, un lema que, sin embargo,
perdió el esplendor con el que nació a finales del siglo pasado, víctima de la
globalización económica del viejo continente, que también llegó al mundo del
balompié y que provocó -con la ley Bosman al frente- la consiguiente pérdida de
peso de los equipos procedentes de países menos ricos.
La
Champions de antes, la que llegué a vivir y la que no, la Copa de Europa, tenía
algo de sentimiento aventurero –hay que imaginarse las expediciones de los
planteles atravesando los Cárpatos y los Urales, por ejemplo, como si fueran
tropas que se adentraban en el ignoto territorio del enemigo para conquistarlo–,
algo de exotismo, algo de miedo a lo desconocido, algo de septiembre. Y digo
que este septiembre es más septiembre que nunca, que esta Champions tiene más
de septiembre que nunca, porque me lo ha confirmado lo visto sobre el césped
tras el término de la primera jornada de la multicolor fase de grupos. Ya
pueden modernizarse los formatos de competición, ya pueden irrumpir los
petrodólares para abigarrar estrellas en clubes con escasa o nula tradición
ganadora, ya pueden asomarse tímidamente a la lista de invitados ilustres los conjuntos
de moda, que las camisetas y los escudos de los de siempre seguirán teniendo el
mismo peso, que es el peso propio de la historia. ¿Cómo se explica, si no, que
no deje de pegársela el City en Champions año tras año como lo haría un bólido
contra un muro de hormigón? ¿No es ese el motivo de que no deje de hacerlo
tampoco el PSG? ¿Acaso, del mismo modo, no se trata del argumento que da
sentido a que, con el partido controlado, el admirado Tottenham de Pocchettino
se hiciera tan pequeñito frente a un gris Inter el pasado martes tras el empate
de Icardi y que el Meazza se convirtiera en un segundo en escenario
insoportable para el equipo inglés hasta el punto de que la consumación de la
remontada pareciera, como finalmente lo fue, inevitable? ¿Qué tendrá la
elástica neroazzurra que se activó como un conjuro antiquísimo en ese momento clave
al que sólo estaban llamados a ser decisivos unos pocos elegidos, de lo cual
carece la de los Spurs? ¿Qué tendrá la roja del Liverpool que le falta a la del
PSG para dotar a los que la visten del espíritu de un purasangre enloquecido? ¿Qué
mágico misterio encierra la azulgrana? ¿Qué maravilla esconde la merengona?
¿Por qué la atmósfera de los estadios que tanta épica han albergado, ya hayan
mantenido su nombre clásico, ya presenten en sus renovados carnés los de las
poderosas multinacionales de turno, continúa temblando cual terrible estampida y
encogiendo el corazón para que su latido indómito se manifieste en forma de
grito infatigable del hincha?
Mientras
que cada vez con más ímpetu se nos invita, como ciudadano, a tomar conciencia
de grupo, a asumir que hemos de ser una mísera hormiga más dentro del inmenso
hormiguero, nuestra personalidad, nuestro sello único e irrepetible, lucha por
abrirse paso y no quedar enjaulado. La identidad no cambia nunca. No muere
nunca. Algo parecido ocurre en el mundo del fútbol.
martes, 18 de septiembre de 2018
Despertando (reflexión sobre el 8 de marzo de 2018)
“¿Alguna
vez has tenido la sensación de que un libro te ha encontrado a ti, en lugar de
haber encontrado tú al libro?” Cuando Carlos Sánchez, voz refrescante y
matutina de Radio Torredonjimeno, me preguntó esto con un particular tono
indagador hace unos meses, fumaba con ademán incurioso su habitual tabaco de
liar en la terraza de una cafetería. Esa manera de pronunciar las palabras
hubiera bastado –bastó, de hecho- para llamar mi atención al instante, pero tal carácter de incipiente trascendencia se vio intensificado después de que descubriera en sus
ojos entornados, que me miraban
directamente a la cara sin visos de sucumbir a la tentación del pestañeo, un brillo
que, antes de ese día, había visto en sus pupilas en muy pocas ocasiones,
pero que, sin embargo, conocía
de sobra. Carlos,
no había duda, quería hablarme
de algo que le había
fascinado de manera absoluta, y eso requería que yo estuviera a la altura de
las circunstancias.
Debió percibir cierta desorientación en mi gesto, porque, acto
seguido, decidió reformular la cuestión: “Me refiero a que, después
de leer un libro, te hayas dado cuenta de que
se trataba del momento idóneo para haberlo hecho. De que en otra situación no
hubiera significado lo mismo para ti.” No medité demasiado el asunto antes de
confesarle que no recordaba haber
experimentado algo así, seguramente en un intento por resistirme a que la
respuesta, una vez reflexionada la cuestión como pensaba que se merecía,
fuera negativa. “Pues a mí me ha pasado. A mí me ha
pasado eso con ‘Matar a un ruiseñor’”, me dijo. La única novela de Harper Lee
era un título por el cual, desde hacía mucho, sentía un especial interés, aun
sin conocer de su argumento más de lo que una sinopsis básica puede resumir en
cuatro o cinco líneas, pero que, hasta el momento, no había leído,
de manera que consideré imposible llegar a comprender entonces
el sentido de lo que mi amigo
quería contarme. Así, la conversación no se alargó más y
quedó en suspenso, tal y como acordaron nuestros silencios después de yo
resolviera que no podía o debía aportar nada al respecto y de que él no hallara
manera de continuar hablando sin contar con la referencia de la réplica
adecuada. Tantas cosas tarda uno en entender de manera inmediata, a
consecuencia de lo cual las deja tendidas para que se sequen en el limbo y,
así, volver luego a ellas y recogerlas cuando llegue la pertinente hora. Lo que suele pasar, no obstante, es que se va posponiendo ese regreso hasta que, finalmente, viene una ventolera y se las lleva para siempre. Pero, por
suerte, no ha ocurrido así en este caso.
La anécdota la traigo ahora a colación porque ha cobrado un especial
sentido para mí en el contexto de la convocatoria de la tan sonada huelga
feminista. Habrá sido la casualidad o lo que cada cual quiera
imaginarse, pero el caso es que las circunstancias han determinado que, precisamente en vísperas del 8 de
marzo, la oscarizada adaptación cinematográfica de libro de Lee, con Gregory Peck al frente,
me haya encontrado. Sé que ha tenido
que ser así y no de ningún otro modo. Me encontró,
efectivamente, supo aguardar el tiempo necesario sin acercarse, a pesar de mi
deseo, si bien no ferviente, de que un día nuestras miradas esquivaran a la
gente y se cruzaran, al fin, hasta que llegó el momento
propicio para fuera ella misma quien se decidiera
a tocarme la espalda y soltar aquello de: “¿No nos hemos visto antes en alguna
parte?” Me encontró la película
y me encontró el Atticus
Finch de Gregory
Peck, el correcto
e imperturbable Atticus Finch
de Gregory Peck, con su templanza sobre el escenario, su percha imponente, sus
cejas concentradas a lo Carletto, su sentido de la profesionalidad y el respeto
reflejado en su inseparable traje de tres piezas,
su dulce modestia
hecha flequillo sin peinar apenas,
su carisma silencioso, su dicción tan contundente y sobria, el Atticus Finch
de Gregory Peck hablando sobre la compasión y la ignorancia, sobre
prejuicios, sobre inmoralidades, sobre presuntos seres superiores e inferiores,
sobre clichés impuestos y asumidos de los que nadie se atreve a dudar en su sano juicio, pero que no son más que estorbos antinaturales,
arbitrarios y, por tanto, podridos en
su raíz, muertos ya desde su nacimiento. En la película, en el libro, Atticus
se compadece de aquellos granjeros sureños, convecinos suyos, que no eran
capaces de ver más allá del color de la piel y que se atrevieron a juzgar como culpable de un delito
a un negro porque era negro y punto.
Se compadece de ellos y de su ignorancia, de su estrechez de miras. Igual
que yo hoy me compadezco de muchas personas, de muchos hombres.
Dejando claro que mi punto de vista difiere en muchos aspectos del
de quienes defienden algunos métodos que en pos de la igualdad entre hombres y
mujeres se vienen poniendo en práctica, y sin caer en mensajes lisonjeros que
busquen el aplauso fácil, diré que hoy tengo
los ojos un poco más abiertos que ayer. Porque
no concebí, en un principio, que esta huelga
convocada para el 8 de marzo tuviera que ser sólo por y para mujeres, porque yo
me preguntaba, hace muy poco, que qué pasaba si un hombre quería participar en
las manifestaciones que se celebran este día y también lanzar su alegato
reivindicativo en contra de cualquier tipo de discriminación hacia las mujeres,
que si es que no iba a ser bien recibido, que, de ser así, eso respondía a una
ideología sectaria muy alejada de lo que precisamente el término igualdad
implica. No lo concebía y, sin embargo, a pesar de estar muy convencido de ello,
justo después de haber escuchado al Atticus Finch de Gregory Peck, el Atticus
Finch transgresor y valiente, me topé fortuitamente con una publicación viral
en internet acerca de las marchas feministas convocadas que me hizo
replantearme muchas cosas. Nada de especial tenía con respecto a otras que ya
había visto los días previos, ningún mínimo detalle la hacía digna de destacar
entre los mensajes que ya se habían venido lanzando al respecto, pero me hizo
detenerme en ella el hecho de que la persona que la había compartido invitara a
leer los comentarios que los usuarios habían ido adjuntando al post original.
Casi de forma automática, seguí el consejo sin esperar encontrar nada demasiado
relevante, mas, una vez echado el vistazo, me di cuenta de que no pude haber
estado más equivocado. La sarta de burricies vomitadas cual si los autores
fueran verdaderos payazos etílicos de cuna no pudo menos que revolverme las
tripas, pero también el corazón, lo juro. Entonces me di cuenta. Claro que hace
falta una huelga de estas características. Porque aunque yo no veía o no quería
ver que aún pudiera haber personas que pensaran y se comportaran de esa manera,
que aún siguiera habiendo sueltos por el mundo granjeros sureños
con semblante eastwoodiano venido a menos que sólo dan para clasificar la realidad según su escueta
escala de blancos
y negros, de fuertes y
débiles, de seres superiores e inferiores, me di de bruces con una realidad muy
triste. Lo que no llegan a advertir estos sujetos, y entiendo que nunca podrán
hacerlo, es que esa clasificación binaria tan sólo cobra sentido gracias a su
párvula y absurda sensación hitleriana, aunque con tintes mamarracheros, de
supremacía idiota. Y eso, con educación y un azote a tiempo en el culo, debería
de ser muy fácil de vencer.
De modo que sí, en un segundo llegué a comprender a Carlos. Aunque
los motivos no fueran los mismos, ni tampoco la clase de mella que la
experiencia ha hecho en cada uno, aunque ni siquiera tenga que ver que se trate
de la misma historia, en papel o en pantalla. Le comprendí porque, de no
haberse concatenado los hechos de esta manera, de no haberse atrevido el film a
salvar el obstáculo de la timidez y acercarse a hablar conmigo justo ahora,
encajando así en el desarrollo de los acontecimientos, dándoles sentido, esta
reflexión que hoy revelo por escrito
no habría podido ver la luz nunca. Por eso no dudo de que ha sido la película
la que ha encontrado a mí, en lugar de yo a ella. Tuvo que apretar
los dientes ante mi indecisión, tragar saliva y dar el paso
clave. Fue osada, en definitiva, se arriesgó y consiguió demostrar que los
actos de valentía, por muy pequeños que sean, generan un eco lo suficientemente
intenso como para hacer que cambie la historia. Aunque recelen de ti y te digan
que eso no es posible.
Garrulismo y fútbol
Como siempre tras una noche especial de fútbol, a muchos de los que
no compartís la pasión por este deporte se os llena la boca diciendo que os
parece triste que en un país se grite un gol con más fuerza que una injusticia,
reducís a los que lo hacemos -gritar goles, saltar de rabia y alegría con los
éxitos de nuestro equipo, analizar el juego más allá de hablar de supinas
gilipolleces como robos y balones de oro- al mero garrulismo e intentáis
demostrar con ese simple comentario que sois más ricos en sentido común
y espíritu que nosotros. Os responderé
diciendo que los que me provocáis tristeza
sois vosotros a mí. Por no saber daros cuenta
de que hablamos de fútbol
como una afición más, como una manera de escapar del tedio que supone la rutina
diaria igual que vosotros tenéis reventar el móvil con Instagram, mirar el
techo de vuestro cuarto, componer música, estudiar filosofía medieval de cuatro
a siete, sacar al perro a las ocho de la tarde o lo que os parezca mejor, lo
que más os guste, sin que nadie os diga si sois más o menos zoquetes
por ello, pero también soñamos
con fútbol y amamos el fútbol como una
suerte de conjugación de técnica, compañerismo, lucha, fuerza, unión por
conquistar un objetivo común, hermanamiento e inteligencia. Eso no podéis
llegar a entenderlo vosotros pero yo no
voy a pediros que lo hagáis, ni siquiera que lo intentéis, sólo que nos
respetéis. En primer lugar, porque yo sí soy capaz de llegar a entenderos a
vosotros, vuestros gustos, a pesar de que considere ridículo vuestro modo de
proceder en el caso que nos ocupa. Decís, repito, que es triste que suene más
alto un gol que la protesta por una injusticia, pero yo os replico y os hago
saber -malditos iluminados de pacotilla- que combatir una injusticia dista
mucho de escribir en un perfil de red social una sentencia políticamente
correcta o de compartir un titular populista según convenga. Porque no, amigos,
el hecho de teclear la palabra ‘LADRONES’ seguida de innumerables signos de
exclamación no hace que tal mensaje actúe como un conjuro y que por el poderío
infinito de la magia vaya a ser condenado todo aquel que sea susceptible de
cargar con esa lacra. A los políticos, a los banqueros, a todo aquel colectivo al que os queráis referir
les vienen sudando las partes nobles lo que vosotros escribáis en
Facebook un domingo de resaca mientras escucháis lo último del efímero y presunto cantante
exitoso de turno.
Lo que les puede llegar a
asustar es que la gente decida galopar hasta enterrarlos en el mar.
Y además, de esta evidencia de vuestra falta de respeto y
entendimiento forma parte también una presuntuosidad irrisoria, por hipócrita.
Os emplazo ya si queréis a tomar un café o una
copa -recomiendo Cointreau, como sabéis- para iniciar un debate que dure horas acerca del reflejo de la física
cuántica en Borges,
la victoria de Pdr Snchz en las primarias socialistas, quiénes son los rebeldes
de Alepo o si Mari Juana hace mejor cazón en adobo que flamenquines de rabo de toro.
Pero dudo a horrores que aceptarais la invitación y me temo que, en caso de
hacerlo, os limitaríais a espetar dos o
tres clichés -con mayor o menor ingenio- para salir airosos del envite. Eso a
mí, lo vuelvo a decir, es lo que me provoca tristeza. Dejadnos en paz. Vivid y
dejad vivir.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)