viernes, 28 de diciembre de 2018

Guti era Sherlock Holmes

           En enero de 1893, The Strand Magazine publicó ‘La caja de cartón’, uno de los 56 relatos escritos por Arthur Conan Doyle entre 1891 y 1927 que, junto a cuatro novelas que vieron la luz entre 1887 y 1915, componen el llamado canon holmesiano. En sus primeras líneas, John Watson, el incansable narrador de las aventuras de Sherlock Holmes, relata un curioso episodio que comienza así:
“[…]
Viendo que Holmes estaba demasiado abstraído para conversar, yo había echado a un lado el insulso periódico y, reclinándome en el sillón, me sumí en profundas meditaciones. De pronto la voz de mi acompañante interrumpió el curso de mis pensamientos:
-Lleva usted razón, Watson. Parece una forma absurda de dirimir una disputa.
-¡De lo más absurda! -exclamé, y, de pronto, comprendiendo que Holmes se había hecho eco del pensamiento más íntimo de mi alma, me incorporé del sillón y le miré perplejo- ¿Cómo es eso, Holmes? -grité- Supera todo cuanto pudiera haber imaginado.
[…]
-Tal vez no llegara a expresarlo en palabras, mi querido Watson, pero lo hizo sin duda con las cejas”.
Y no sólo con las cejas, sino también con los ojos, tal y como indica poco después el propio Holmes, que añade: “Las facciones le han sido dadas al hombre para poder expresar sus emociones, y las suyas cumplen ese cometido fielmente”. Acto seguido, explica cómo ha logrado seguir el hilo de pensamientos de su amigo tan sólo fijándose en sus gestos. Y Watson, claro, boquiabierto: “Ahora que me lo ha aclarado usted, confieso seguir tan asombrado como antes”, dice.
La escena, en lo que se refiere a la estructura narrativa del relato, cumple una función simple: tan sólo sirve de introducción a la trama. ¿Por qué merece la pena rescatarla entonces? Fundamentalmente, por dos motivos. El primero, que demuestra que a Conan Doyle le influyó de manera decisiva la lectura de la trilogía del Dupin de Poe para crear y moldear al detective consultor británico, puesto que el episodio no es sino una mera copia, si bien lo dejaremos en necesario homenaje, de lo que se narra en los párrafos iniciales de ‘Los crímenes de la rue Morgue’, de 1841, con el propio Chevalier Auguste Dupin y su compañero anónimo como protagonistas -“Recuerde usted que hace algún tiempo le leí el pasaje de uno de los relatos de Poe…”, llega a poner el autor escocés en boca de su excéntrico personaje-; el segundo, que revela el pilar que sostiene el método deductivo de Holmes: la observación. Así queda patente en ‘La aventura del hombre jorobado’, publicado también aquel año, pero en julio, y en la misma revista, como de costumbre. En este relato, cuando Watson, maravillado tras una de las exhibiciones deductivas de su amigo, exclama un cargado de admiración “excelente” -lo de debatir acerca de la presunta zalamería queda reservado a los más chismosos-, el detective consultor, para restarle importancia al asunto, le corrige diciendo: “Elemental” -no el apócrifo “elemental, mi querido tal", sino "elemental”, a secas-, a lo cual añade: “Se trata de uno de esos casos en los que la persona que los plantea puede producir un efecto que parezca extraordinario a su vecino, sólo porque a este último se le ha escapado precisamente ese puntito que es la base de la deducción”. Cualquiera diría que banaliza Holmes aquí su método, que lo reduce prácticamente a la anécdota, aunque su pretensión, realmente, es otra: dejar claro que sus cualidades no son sobrenaturales. “¿Cuál es la diferencia entre tú y yo? Que tú no te has fijado en lo que había que fijarse y yo sí”, parece decirle a Watson. Tan práctico y, a la vez, tan difícil de asumir. Práctico porque no hay nada más sencillo que observar con atención el entorno para encontrar en el menor tiempo posible lo que se busca, difícil de asumir porque todo lo práctico tiende a subestimarse en la misma medida en la que genera desconfianza. ¿O es que cuando resolvemos de forma rápida un rompecabezas no dudamos de que esté bien resuelto? Al enfrentarnos a un problema ansiamos que la solución se encuentre a la altura de las expectativas que su aparente complejidad sugiere, y ello nos hace olvidar que el verdadero quid de la cuestión es hallar la respuesta correcta, no la más alambicada. Sin embargo, esto no justificaba por qué Holmes era prácticamente siempre el que se llevaba la palma a la hora de afrontar tales retos. Para hacerlo, Conan Doyle tampoco recurrió a ningún deus ex machina, sino que se limitó a dotar a su personaje de una agilidad mental envidiable de la que este -y he aquí otra de las claves del asunto- era plenamente consciente. Eso sí, a pesar de lo útil que resultaba dicha cualidad, el detective consultor sólo ponía en juego todo su potencial si se enfrentaba a un desafío de altura. Guy Ritchie utilizó su clásica y vertiginosa sucesión de planos -un recurso propio que, desde ‘Lock & Stock’ (1998), ha explotado hasta el aburrimiento- para representar la esencia de ese don en sus -libres- adaptaciones cinematográficas de las aventuras de Holmes. Apenas unos segundos de metraje le bastan para mostrar cómo el personaje interpretado por Robert Downey Jr., con orden, con exactitud y, sobre todo, velozmente, analiza el entorno y plantea todas las consecuencias posibles de los movimientos que pretende ejecutar para resolver un enigma o salir airoso de un apuro. No obstante, una vez consumada la acción el espectador comprueba que, en realidad, al personaje le ha llevado aún menos tiempo, poco más de una milésima de segundo, completar ese estudio previo.
Inmerso en esta clase de cavilaciones me encontraba yo -no es mentira- mientras veía, hace ya algunos años, un partido del Real Madrid cuyo alto grado de sosería invitaba al despertar de severos trastornos de déficit de atención. Estaba sentado en mi sitio de siempre en el Francis, un bar menudo y familiar, un refugio, un clásico de los que a Manuel Jabois le preocupa que se estén convirtiendo en estadística -el Francis ya pasó, de hecho, a mejor vida- y en el que vi prácticamente todos los partidos del Madrid desde la 2002-2003 hasta la 2009-2010. El encuentro concreto no lo recuerdo, tampoco el año, pero sí la situación, que durante ese periodo se repitió en innumerables ocasiones. Seguro que tú también te acuerdas. El Madrid caía por un gol y Guti recibía la bola. El catorce intentaba una frivolidad, perdía la posesión y se mostraba indolente a la hora de recuperarla. En ese momento, los parroquianos le colocaban a aquel chuleta rubio la cara de su jefe, que había dicho que nanai a lo de cobrar las horas extra, o la de su hijo, que no estudiaba todo lo que le hacía falta; de ahí, ya comidos por la rabia, pasaban a pensar en lo de la comida sin sal, que era la que tocaba porque el médico se había puesto serio, o quizás en lo de la de la artritis, que ahora de nuevo venía apretando, para poner en práctica, por último, el nobilísimo arte del insulto tarzanero, haciendo gala en ello de una creatividad digna de envidia. Un minuto después, el esférico volvía a Gutiérrez, pero, en esta ocasión, el final de la jugada era bien distinto.
En esos momentos de desconcierto, de principio de caos, de agravamiento pasajero de la depresión blanca permanente -ya dijo Solari que vive el Madrid en crisis aun siendo campeón de Europa-, Guti, tras dominar el balón, aprovechaba para hacer del rectángulo de juego un mapa de coordenadas, situar en el campo a todos y cada uno de los rivales integrantes de las líneas defensivas, así como a sus compañeros, hallar un hueco entre tanta pierna vigoréxica y calcular la fuerza y el modo de golpeo adecuados para que el esférico atravesara tal resquicio y llegara al ariete de turno, que ya estaba en una posición privilegiada para marcar. Y lo hacía así porque no había nada más práctico que aquello. A conseguir ese alto grado de funcionalidad futbolística contribuían muchos factores, pero, sin duda, la verdadera clave del éxito residía en que todo lo descrito tenía lugar en una fracción de tiempo imperceptible para los demás -jugadores y público-, lo cual provocaba que los detalles que daban forma al método de Guti -el puntito del que hablaba Holmes- pasaran desapercibidos para cualquiera. Jamás el resto de la especie humana va a ser capaz de llegar a imaginar siquiera todo el complejísimo proceso de observación que tenía lugar en el palmo de césped que ocupaba José María Gutiérrez durante la pequeñísima fracción de segundo en la que tenía controlado el balón en tres cuartos. Y, si no podía verse, si no podía analizarse, ¿cómo iba a poder detenerse? Una vez ejecutado el plan y materializado el tanto, las caras rojas por el lanzamiento de improperios y rebuznos varios se volvían efigies boquiabiertas: “Lo que acaba de hacer el rubio este”.
Guti era Sherlock Holmes, no existe otra manera de explicarlo. La naturaleza tuvo que transgredir sus propias leyes y decidir que había que dar vida a la excéntrica, admirada y envidiada invención literaria, pero ejecutó el capricho con mucho tino. Pudo haberle hecho político, cirujano o teniente coronel, pero eligió que naciera futbolista porque, en el mundo del balompié, los genios, como le ocurría a Holmes en la Inglaterra victoriana, son siempre unos rebeldes sin causa, unos eternos incomprendidos. Y también como le ocurría a Holmes, Guti aparecía cuando le apetecía aparecer. Lo hizo ante el Sevilla en una imborrable noche de fútbol dominguero con un taconazo imposible a Zidane, lo repitió un año después ante el equipo de Hispalisnopla -topónimo delnidiano-, en un encuentro de victoria clave para que la inolvidable remontada en la segunda liga de Capello fuera posteriormente un hecho, y lo demostró cuando inventó el tacón de Dios en el área de Riazor ante Aranzubia, la jugada que ha quedado como enseña del fútbol que practicaba.
            A pesar de esas cualidades, nunca llegó a asentarse como titular indiscutible, si bien Del Bosque le probó en no se sabe cuántas posiciones para buscarle un hueco en sus onces, y todos los entrenadores que vinieron después, igual que Scotland Yard con Holmes, acabaron tirando de él en algún momento de la temporada para salvar las castañas del fuego. En plena ebullición de la era galáctica, con tanta deslumbrante estrella desfilando por el Bernabéu, el mismísimo Ronaldo Nazario aseguró que Guti no estaba por debajo de ninguna de ellas, y Capello, recién llegado a la casa blanca en el verano de 2006, en una época en la que se hablaba de la presunta solidez defensiva de la que el italiano iba a conseguir dotar al equipo tras los fichajes de Diarra y Emerson, dijo algo así como que iba a tener que inventarse lo que fuera para que Guti encajara en el sistema. Él aguantó el banquillo y las cansinas críticas -incluida la odiosa comparación con Beckham, basada sólo en la coincidencia en el color del tinte- durante quince temporadas y asumió su papel de eterno suplentón –“eterna promesa”, le llamó un burlón Calderón- con madridismo y con paciencia, algo sólo posible -o casi- en otras épocas. Me imagino el primer día de cada una de las pretemporadas en las que un míster nuevo llegaba a Valdebebas, relamiéndose sólo de pensar en el rico abanico de posibilidades tácticas que le ofrecía el plantel de eminencias balompédicas, y se presentaba uno por uno a sus futbolistas. Tras estrechar la mano de Guti, este debía de parafrasear al señor Lobo de ‘Pulp fiction’, que también era un tipo práctico: “Hola, soy Jose. Soluciono problemas”.                


lunes, 8 de octubre de 2018

Vox o el nuevo clocló del gallinero


El evidente crecimiento de Vox como formación política no es sino el reflejo de que la derecha sufre ya el mismo cáncer que ha debilitado a la izquierda durante tanto tiempo: la desunión fruto de un ejercicio de pluralidad malinterpretada. El último caso lo ha protagonizado la (ex)pepera Soraya, a la que se le llenó la boca hablando de arrimar el hombro en pleno proceso de primarias del partido, pero que, una vez asido el bastón de mando por Casado –quizás también de manera astuta al verse huérfana de la carantoña de los barones de la que sí disfrutó el nuevo líder-, abandonó el barco en menos de lo que tarda en decirse ‘cajabé’. Esto es, que el sentimiento de grupo –de partido- desaparece en cuanto uno o una ve que las cosas no se hacen como él o ella las haría. Una suerte de rabieta profunda en el patio del cole, un “pues yo entonces no juego”, vamos.

De manera parecida surgió Vox, precisamente, igual que lo hicieron dos organizaciones ya asentadas en el panorama político como Ciudadanos y Podemos, y también como les ocurrió a estas, le toca pasar por su etapa de euforia y principio de confirmación como alternativa. Y aunque ello suponga un avance en lo que se refiere a apuesta por la pluralidad, resulta peligroso, si hablamos de evolución intelectual, que la derecha ultraconservadora cobre popularidad y poder. Como en cualquier ámbito, los límites del respeto los marca la propia intolerancia, por lo que unos ideales que no contemplan libertad en cuanto a la capacidad de evolución y adaptación a los nuevos tiempos –anclados como se encuentran en la no tan extinta, según parece, era del bigote ibérico-, no pueden –no deberían- tener cabida en la sociedad moderna. Si viven ahora en España ese momento de euforia por el presunto germen de una nueva edad dorada es porque la táctica del aborregamiento ha terminado siendo exitosa, sólo que con un efecto tiroculatero, porque entre los damnificados empiezan a encontrarse ya los mismos que la pusieron en marcha, ¿o no existe ya la posibilidad real de que pierda el Partido Popular un considerable número de votos en las próximas elecciones generales en favor de los de Abascal, que se sumará al del conjunto de electores que se pasó del bando popular al de Rivera? Porque sí, hemos de hablar de votos perdidos y poner en duda la posibilidad de cualquier pacto electoral si tenemos en cuenta el rechazo que las políticas del PP suscitan entre los militantes voxistas y que precisamente en tal sentimiento se encuentra la esencia de su origen. Ante esta posible situación, y teniendo en cuenta los precedentes, no parece descabellado prever que el Congreso no sólo seguirá manteniendo su condición actual de gallinero, sino que, además, el ruido del cacareo aumentará hasta llegar al límite de lo democráticamente sufrible.

martes, 2 de octubre de 2018

Camino



Escuchó la canción por primera vez cuando jugaba para el alevín del equipo semiaficionado del que su tío político ocupó la portería durante sus últimos años de carrera. Recuerda bien que fue a través de la megafonía del modesto estadio, pero no dónde exactamente, si sobre el césped, mientras calentaba de manera previa a un partido, si en la grada, antes del inicio de un encuentro cualquiera de domingo a las doce del primer equipo, si junto a la barra, degustando la cola sin gas a la que le había invitado el prometedor míster, a él, a sus compañeros, rodeados todos de jubilados con camisas a medio abotonar que mostraban una desmaña supina a la hora de analizar la jornada de primera. Nunca preguntó por el título, tampoco por el nombre del cantante, que debía ser británico o americano, ni por el del compositor. Todo lo que sabía sobre ella se limitaba al compás, cuatro por cuatro, tal y como le indicó tras una tarde de partido su padre, maestro de música, después de haberle confesado él que la clave de su doblete, de sus precisas conducciones, de su pam, pam, pam, de su soberbia actuación, en definitiva, había residido en una canción, ha sido por la canción papá, por la canción, qué canción, hijo, qué dices, la que ponen siempre al principio y en el descanso, ah, esa, sí, esa, la tengo en mi cabeza, papá, la escucho y no pienso nada más, ya solamente juego, solamente me libero, cuatro por cuatro, hijo, cuatro por cuatro. Y en verdad era así en cada partido: recorto, miro, amago, paso, me muevo, recibo, devuelvo de primeras, controlo, quiebro, disparo, marco, y siempre al ritmo del pulso, del cuatro por cuatro que no tenía fin durante los noventa minutos, durante los sesenta, los cuarenta, los diez, los que le tocara jugar, recibo, protejo, aguanto, miro, la doy al espacio por alto, gano la posición, controlo, disparo, marco, con la misma fluidez con la que sonaba la canción, pam, pam, pam, pam. Siguió igual cuando llegó al infantil de aquel equipo de barrio, también cuando lo llamaron para formar parte de la selección provincial y cuando sus padres aceptaron la propuesta del conjunto de la capital para que jugara en su cadete. Fue fiel a su esencia cuando fichó por el juvenil de un club puntero de primera división y también cuando debutó a los diecisiete en el equipo senior. En sus primeras temporadas como profesional continuó dejándose llevar por el espíritu puro, por la particular manera de vibrar de su sangre, igual que si fuera un caballo desbocado, un pez pequeño entre tiburones, una nota avanzando con maestría de un compás a otro, cuatro por cuatro, cuatro por cuatro, cuatro por cuatro, gol. Intentó que las alabanzas no le distrajeran, luchó por que su fútbol prevaleciera sobre cualquier aspecto que no estuviera directa e íntimamente ligado a todo lo que ocurría sobre el césped, dámela, que yo resuelvo, pásamela siempre en tres cuartos, los balones a mí, que me la juego, y era fácil, reflejo, puro, sanguíneo, pam, pam, pam, pam. Se convirtió en el futbolista más importante del equipo, logró vestir los colores de la selección nacional, aprendió a ser pícaro, a desquiciar al rival aguantando el balón si su equipo ganaba, a provocar amonestaciones, firmó por el conjunto más puntero del país, experimentados entrenadores le enseñaron a pensar de manera práctica, a no mirar siempre hacia la portería, a jugar en la vuelta con el resultado de la ida, levantó La Orejona, recibió desorbitadas ofertas monetarias de otros clubes, fue portada no sólo de diarios deportivos, sino de publicaciones de toda índole, y poco a poco fue olvidando lo que le había hecho diferente hasta llegar a ser uno más entre muchos. Saltaba al campo y no pedía la bola. Cuando la recibía, miraba antes al luminoso que a sus compañeros para tener claro qué hacer en función del resultado. Ya no había pensamiento rápido, ni ejecución ligera, espontánea, veraz. Tener que adaptarse a los pormenores de cada partido le había convertido en un burócrata, en un tahúr. Fue llamado para formar parte del combinado nacional que acudió al Mundial por su bagaje, por el eco de una luz que el seleccionador aún creía poder volver a encontrar en su rostro, en sus piernas, no tanto por sus últimos méritos. El equipo empezó ganando con facilidad, pasó a octavos, a cuartos, a semis, alcanzó la final, pero su papel estaba siendo discreto. Empezó el partido crucial en el banquillo, como había ocurrido en los anteriores encuentros. Desde la segunda fila contempló las dificultades que sus compañeros estaban teniendo para imponerse al rival, ser campeones y lograr que en el futuro sus nombres fueran recordados siempre. El descanso llegó con el cero a cero inicial. Tras el pitido del colegiado, se subió la cremallera de la chaqueta del chándal hasta cubrirse todo el cuello y la boca, se levantó, indolente, cogió sus espinilleras y enfiló el túnel de vestuarios. Entonces tuvo lugar el milagro. Empezó a escucharla de nuevo cuando bajaba las escaleras; la reconoció tan sólo un segundo más tarde. Venía de lejos, de bastante lejos, pero la sentía tan cerca, tan íntima, tan suya: se trataba de la misma canción de intérprete y compositor ignorados, ahora a través de los altavoces del estadio ciclópeo, el cuatro por cuatro alegre y diligente, es esto, se dijo, es esto lo que había olvidado, esto lo que me faltaba, y de repente recordó el estadio humilde, a sus amigos en el alevín del equipo de pueblo, a su padre, cuatro por cuatro, hijo, cuatro por cuatro. Corrió hasta el vestuario como poseído por el demonio: míster, méteme, méteme ya, méteme, que ganamos, y el míster se dio cuenta, lo vio en seguida, en su cara, en sus piernas, por lo que no tuvo duda. Saltó al campo sin prestar atención al cero a cero; si hubieran ido perdiendo por cuatro, tampoco lo habría tenido en cuenta. Pitó el árbitro. Se hizo el silencio en mitad de la vorágine. Sólo escuchaba ahora su cabeza: controlo, protejo, oteo, abro a banda, busco el espacio, gano la posición, de primeras remato, marco, sin pensar nada, tan sólo me dejo llevar, me desmarco, recibo, con el control me oriento la bola, defino al segundo palo, marco, pam, pam, pam, pam, era el ritmo frenético, era el baile gentil, era la sangre borboteante, eran los necesarios elementos primarios retoñados para conformar la simiente de la futura leyenda florecida que se derramó durante cuarenta y cinco minutos sobre el verde.

viernes, 28 de septiembre de 2018

Personajes de bar I


Hay una clase de intelectualoide mameluco que acostumbra en grupo a echar la fresquita en torno a la una, con su chocho cosido o su pija roñosa -nunca fruto del tesón esta infortunada circunstancia-. Metejones furtivos, con su piquito de colibrí ponen de vuelta y media todo cuanto a su limitada y simpática capacidad de análisis escapa desde la mesa del centro que suelen ocupar, no porque gusten de mezclarse entre sus convecinos, puesto que suelen evitar el roce con ademán de asquete, sino porque así consiguen alimentar el ego con gusto, igual que si presidieran el corro de los tontos de bote. Un brindis por su chocho, un brindis por su pija.

martes, 25 de septiembre de 2018

Sobre abusos, educación y libertades

      El Tribunal Supremo ha dictado sentencia: los tocamientos no consentidos serán considerados abuso sexual. La feliz noticia viene circulando en los medios durante los últimos días, y es cierto que la medida merece aplauso por su carácter amedrentador dirigido a borricos, malparidos, machitos y gallitos, pero no deja de ser –igual que lo es cortar el tallo de una mala hierba en lugar de extirparla de raíz– una solución a medias. El problema se erradicaría si se tomaran las pertinentes cartas en el asunto desde el punto de vista educativo. Pero mientras la educación siga dependiendo de chupópteros que en su momento decidieron dedicar su vida a hacer carrera política, esto es, de intereses sectarios y partidistas, no existirá manera alguna de hallar remedio. Nuestra educación se basa en clichés anticuados, en el yo digo, tú repites, en la comodidad, en la formación de engranajes futuros que sustituyan a los ya desgastados dentro de la gran maquinaria capitalista, y esta situación exige un cambio radical antes de que sea demasiado tarde.

Centrémonos en la base del asunto. Escarbemos y lleguemos al epicentro. Cuando yo lo hago, llego a una conclusión clara: yo no enseñaría ortografía en las escuelas. Y me preguntarás que qué tiene que ver esto con la cuestión planteada al inicio, a lo que yo contesto que mucho, que todo. Repito: yo no enseñaría ortografía en las escuelas. ¿Sabes cómo se aprende ortografía? Leyendo. ¿Sabes lo que también aprende uno leyendo? Uno, leyendo, aprende a pensar. Así que no. Decididamente no. Yo no enseñaría ortografía en las escuelas. Yo, además de la lectura –porque leer dista mucho de saber que tal sonido corresponde a tal grafía, que es lo que se enseña–, trabajaría la expresión oral, enseñaría cómo manifestar el pensamiento, cómo utilizar los recursos que ofrece la lengua para construir ideas, poner estas en práctica y hacer que el mundo progrese. Enseñar ortografía, en cambio, enseñar ortografía y caligrafía, dar más importancia a la forma que al fondo, es transmitir un concepto equivocado de la gramática, de la sintaxis e incluso de la semántica; enseñar ortografía y caligrafía sin detenerse en la expresión es decir que la creatividad tiene que quedar aparcada, es conseguir que se usen mal los diccionarios y las gramáticas y que se acuda a ellos para saber cómo debe hablarse o qué significa una palabra, como si se tratara la relación significante/significado de un principio inviolable de la naturaleza, cuando en la capacidad de crear nuevos significados y nuevos usos se encuentra parte de la clave de nuestro desarrollo pleno como personas; enseñar ortografía y caligrafía sin detenerse en la expresión es matar esa capacidad, es crear peleles, ineptos sociales, garrulos, pobreticos del Señor. ¿Recuerdas cuando el maestro o la maestra de turno decía que la ‘a’ tenía que escribirse así o asao –y no respetar el así o el asao era signo inequívoco de torpeza o rebeldía mayúscula-, que la ‘a’ tenía que encajar de manera precisa en el cuadradito de la cuadriculita de la libretita y no salirse de los límites que marcaban la rayita de arriba y la rayita de abajo en el cuadernito de caligrafía? ¿No son esas rayitas del infierno una representación perfecta de los barrotes de una celda? Imagina a un niño o una niña con unas aptitudes para el dibujo fuera de lo común. Imagina también que, al colorear, se sale de la raya. ¿Qué hay de malo en ello? ¿No será salirse de la raya una muestra clara de creatividad? ¿No crecerá, sin embargo, esa personita creyendo que no está bien hacerlo así si el maestro o la maestra le dice que no puede salirse de la raya? ¿No se habrá podido destruir en un segundo una laureada carrera como artista? ¿No pensará esa personita, una vez alcanzada su edad adulta, que luchar por lo que cree justo y por sus derechos está mal porque se trata, precisamente, de salirse de la raya, de pasarse de la raya? ¿No se considera que es pasarse de la raya gritar la palabra feminismo? ¿No quedará, de este modo, la sociedad que ahora conocemos anclada y abocada a la desaparición? ¿No ves que lo que quieren es que seamos ovejitas, coño, estúpidas ovejitas que se queden siempre en el rebaño?

               No formar personas basándose en el librepensamiento, en el respeto a la opinión de sus iguales y a sus iguales como tales, no estimular la inventiva, obligar a no salirse de la raya, es sembrar intolerancia. Ser consciente de todo ello y, aun así, seguir implantando sistemas educativos que obvian estos pilares es otra clase de abuso, es contribuir a tal suerte de homicidio y también, dado que la figura machibérica es una de sus consecuencias claras, es aportar el granito de arena para que continúen existiendo especímenes de esa calaña y para que la libertad de una mujer en plena calle siga -dígase con todas las letras- manoseándose.

viernes, 21 de septiembre de 2018

Tradición


               Raro. Septiembre es un mes un tanto raro. Septiembre huele a acera mojada y a la vez sabe a hoja seca. A septiembre, por su particular suma de elementos a priori opuestos entre sí, se le mira con los ojos entornados, con el entrecejo tenso a lo Gregory Peck, se le guarda la distancia, se le dice hola, se le dice muy buenas con la boca chica, con cierto recelo, con cierto tacto. Septiembre es adiós triste al tiempo que nerviosa bienvenida, es incertidumbre, es medio pan debajo del brazo y, del mismo modo, es deseo de cambio, punzada en el corazón, es retorno, es escalada.
               Este septiembre ha vuelto más septiembre que nunca en el ámbito futbolístico. Quizás sea por la marcha de Cerresiete a la Juve que ha generado expectación mayúscula por comprobar cómo el Madrid tricampeón de Europa se rearma sin el portugués, quizás por las bocas que hablan de un Barça alejado del virtuosismo de la era Pep a pesar de los resultados, quizás por el buen hacer de la dirección deportiva atlética a la hora de confeccionar su nueva plantilla, circunstancias estas que nos hacen suponer que en la competición doméstica española se han reducido las distancias de aspecto competitivo entre los clubes, a pesar de que, tras el inicio, todo parece seguir igual que en las últimas temporadas. Quizás sea por el regreso del Valencia a la Champions, quizás porque también ha vuelto el Inter, quizás porque el You’ll never walk alone ensordece de nuevo Europa, puede que porque el hecho de premiar a los campeones de las ligas con la inclusión en el primer bombo para el sorteo de la fase de grupos otorga al campeonato un aire noventero y hasta algo añejo, en un sentido tierno y de añoranza: ‘La copa de los clubes campeones europeos’, reza la inscripción de La Orejona, con su brillo selénico deslumbrando cual tesoro abisal, un lema que, sin embargo, perdió el esplendor con el que nació a finales del siglo pasado, víctima de la globalización económica del viejo continente, que también llegó al mundo del balompié y que provocó -con la ley Bosman al frente- la consiguiente pérdida de peso de los equipos procedentes de países menos ricos.
               La Champions de antes, la que llegué a vivir y la que no, la Copa de Europa, tenía algo de sentimiento aventurero –hay que imaginarse las expediciones de los planteles atravesando los Cárpatos y los Urales, por ejemplo, como si fueran tropas que se adentraban en el ignoto territorio del enemigo para conquistarlo–, algo de exotismo, algo de miedo a lo desconocido, algo de septiembre. Y digo que este septiembre es más septiembre que nunca, que esta Champions tiene más de septiembre que nunca, porque me lo ha confirmado lo visto sobre el césped tras el término de la primera jornada de la multicolor fase de grupos. Ya pueden modernizarse los formatos de competición, ya pueden irrumpir los petrodólares para abigarrar estrellas en clubes con escasa o nula tradición ganadora, ya pueden asomarse tímidamente a la lista de invitados ilustres los conjuntos de moda, que las camisetas y los escudos de los de siempre seguirán teniendo el mismo peso, que es el peso propio de la historia. ¿Cómo se explica, si no, que no deje de pegársela el City en Champions año tras año como lo haría un bólido contra un muro de hormigón? ¿No es ese el motivo de que no deje de hacerlo tampoco el PSG? ¿Acaso, del mismo modo, no se trata del argumento que da sentido a que, con el partido controlado, el admirado Tottenham de Pocchettino se hiciera tan pequeñito frente a un gris Inter el pasado martes tras el empate de Icardi y que el Meazza se convirtiera en un segundo en escenario insoportable para el equipo inglés hasta el punto de que la consumación de la remontada pareciera, como finalmente lo fue, inevitable? ¿Qué tendrá la elástica neroazzurra que se activó como un conjuro antiquísimo en ese momento clave al que sólo estaban llamados a ser decisivos unos pocos elegidos, de lo cual carece la de los Spurs? ¿Qué tendrá la roja del Liverpool que le falta a la del PSG para dotar a los que la visten del espíritu de un purasangre enloquecido? ¿Qué mágico misterio encierra la azulgrana? ¿Qué maravilla esconde la merengona? ¿Por qué la atmósfera de los estadios que tanta épica han albergado, ya hayan mantenido su nombre clásico, ya presenten en sus renovados carnés los de las poderosas multinacionales de turno, continúa temblando cual terrible estampida y encogiendo el corazón para que su latido indómito se manifieste en forma de grito infatigable del hincha?
               Mientras que cada vez con más ímpetu se nos invita, como ciudadano, a tomar conciencia de grupo, a asumir que hemos de ser una mísera hormiga más dentro del inmenso hormiguero, nuestra personalidad, nuestro sello único e irrepetible, lucha por abrirse paso y no quedar enjaulado. La identidad no cambia nunca. No muere nunca. Algo parecido ocurre en el mundo del fútbol.

martes, 18 de septiembre de 2018

Despertando (reflexión sobre el 8 de marzo de 2018)


“¿Alguna vez has tenido la sensación de que un libro te ha encontrado a ti, en lugar de haber encontrado tú al libro?” Cuando Carlos Sánchez, voz refrescante y matutina de Radio Torredonjimeno, me preguntó esto con un particular tono indagador hace unos meses, fumaba con ademán incurioso su habitual tabaco de liar en la terraza de una cafetería. Esa manera de pronunciar las palabras hubiera bastado –bastó, de hecho- para llamar mi atención al instante, pero tal carácter de incipiente trascendencia se vio intensificado después de que descubriera en sus ojos entornados, que me miraban directamente a la cara sin visos de sucumbir a la tentación del pestañeo, un brillo que, antes de ese día, había visto en sus pupilas en muy pocas ocasiones, pero que, sin embargo, conocía de sobra. Carlos, no había duda, quería hablarme de algo que le había fascinado de manera absoluta, y eso requería que yo estuviera a la altura de las circunstancias.
Debió percibir cierta desorientación en mi gesto, porque, acto seguido, decidió reformular la cuestión: “Me refiero a que, después de leer un libro, te hayas dado cuenta de que se trataba del momento idóneo para haberlo hecho. De que en otra situación no hubiera significado lo mismo para ti.” No medité demasiado el asunto antes de confesarle que no recordaba haber experimentado algo así, seguramente en un intento por resistirme a que la respuesta, una vez reflexionada la cuestión como pensaba que se merecía, fuera negativa. “Pues a mí me ha pasado. A mí me ha pasado eso con ‘Matar a un ruiseñor’”, me dijo. La única novela de Harper Lee era un título por el cual, desde hacía mucho, sentía un especial interés, aun sin conocer de su argumento más de lo que una sinopsis básica puede resumir en cuatro o cinco líneas, pero que, hasta el momento, no había leído, de manera que consideré imposible llegar a comprender entonces el sentido de lo que mi amigo quería contarme. Así, la conversación no se alargó más y quedó en suspenso, tal y como acordaron nuestros silencios después de yo resolviera que no podía o debía aportar nada al respecto y de que él no hallara manera de continuar hablando sin contar con la referencia de la réplica adecuada. Tantas cosas tarda uno en entender de manera inmediata, a consecuencia de lo cual las deja tendidas para que se sequen en el limbo y, así, volver luego a ellas y recogerlas cuando llegue la pertinente hora. Lo que suele pasar, no obstante, es que se va posponiendo ese regreso hasta que, finalmente, viene una ventolera y se las lleva para siempre. Pero, por suerte, no ha ocurrido así en este caso.
La anécdota la traigo ahora a colación porque ha cobrado un especial sentido para mí en el contexto de la convocatoria de la tan sonada huelga feminista. Habrá sido la casualidad o lo que cada cual quiera imaginarse, pero el caso es que las circunstancias han determinado que, precisamente en vísperas del 8 de marzo, la oscarizada adaptación cinematográfica de libro de Lee, con Gregory Peck al frente, me haya encontrado. que ha tenido que ser así y no de ningún otro modo. Me encontró, efectivamente, supo aguardar el tiempo necesario sin acercarse, a pesar de mi deseo, si bien no ferviente, de que un día nuestras miradas esquivaran a la gente y se cruzaran, al fin, hasta que llegó el momento propicio para fuera ella misma quien se decidiera a tocarme la espalda y soltar aquello de: “¿No nos hemos visto antes en alguna parte?” Me encontró la película y me encontró el Atticus Finch de Gregory Peck, el correcto e imperturbable Atticus Finch de Gregory Peck, con su templanza sobre el escenario, su percha imponente, sus cejas concentradas a lo Carletto, su sentido de la profesionalidad y el respeto reflejado en su inseparable traje de tres piezas, su dulce modestia hecha flequillo sin peinar apenas, su carisma silencioso, su dicción tan contundente y sobria, el Atticus Finch de Gregory Peck hablando sobre la compasión y la ignorancia, sobre prejuicios, sobre inmoralidades, sobre presuntos seres superiores e inferiores, sobre clichés impuestos y asumidos de los que nadie se atreve a  dudar en su sano juicio, pero que no son más que estorbos antinaturales, arbitrarios y, por tanto, podridos en su raíz, muertos ya desde su nacimiento. En la película, en el libro, Atticus se compadece de aquellos granjeros sureños, convecinos suyos, que no eran capaces de ver más allá del color de la piel y que se atrevieron a juzgar como culpable de un delito a un negro porque era negro y punto. Se compadece de ellos y de su ignorancia, de su estrechez de miras. Igual que yo hoy me compadezco de muchas personas, de muchos hombres.
Dejando claro que mi punto de vista difiere en muchos aspectos del de quienes defienden algunos métodos que en pos de la igualdad entre hombres y mujeres se vienen poniendo en práctica, y sin caer en mensajes lisonjeros que busquen el aplauso fácil, diré que hoy tengo los ojos un poco más abiertos que ayer. Porque no concebí, en un principio, que esta huelga convocada para el 8 de marzo tuviera que ser sólo por y para mujeres, porque yo me preguntaba, hace muy poco, que qué pasaba si un hombre quería participar en las manifestaciones que se celebran este día y también lanzar su alegato reivindicativo en contra de cualquier tipo de discriminación hacia las mujeres, que si es que no iba a ser bien recibido, que, de ser así, eso respondía a una ideología sectaria muy alejada de lo que precisamente el término igualdad implica. No lo concebía y, sin embargo, a pesar de estar muy convencido de ello, justo después de haber escuchado al Atticus Finch de Gregory Peck, el Atticus Finch transgresor y valiente, me topé fortuitamente con una publicación viral en internet acerca de las marchas feministas convocadas que me hizo replantearme muchas cosas. Nada de especial tenía con respecto a otras que ya había visto los días previos, ningún mínimo detalle la hacía digna de destacar entre los mensajes que ya se habían venido lanzando al respecto, pero me hizo detenerme en ella el hecho de que la persona que la había compartido invitara a leer los comentarios que los usuarios habían ido adjuntando al post original. Casi de forma automática, seguí el consejo sin esperar encontrar nada demasiado relevante, mas, una vez echado el vistazo, me di cuenta de que no pude haber estado más equivocado. La sarta de burricies vomitadas cual si los autores fueran verdaderos payazos etílicos de cuna no pudo menos que revolverme las tripas, pero también el corazón, lo juro. Entonces me di cuenta. Claro que hace falta una huelga de estas características. Porque aunque yo no veía o no quería ver que aún pudiera haber personas que pensaran y se comportaran de esa manera, que aún siguiera habiendo sueltos por el mundo granjeros sureños con semblante eastwoodiano venido a menos que sólo dan para clasificar la realidad según su escueta escala de blancos y negros, de fuertes y débiles, de seres superiores e inferiores, me di de bruces con una realidad muy triste. Lo que no llegan a advertir estos sujetos, y entiendo que nunca podrán hacerlo, es que esa clasificación binaria tan sólo cobra sentido gracias a su párvula y absurda sensación hitleriana, aunque con tintes mamarracheros, de supremacía idiota. Y eso, con educación y un azote a tiempo en el culo, debería de ser muy fácil de vencer.
De modo que sí, en un segundo llegué a comprender a Carlos. Aunque los motivos no fueran los mismos, ni tampoco la clase de mella que la experiencia ha hecho en cada uno, aunque ni siquiera tenga que ver que se trate de la misma historia, en papel o en pantalla. Le comprendí porque, de no haberse concatenado los hechos de esta manera, de no haberse atrevido el film a salvar el obstáculo de la timidez y acercarse a hablar conmigo justo ahora, encajando así en el desarrollo de los acontecimientos, dándoles sentido, esta reflexión que hoy revelo por escrito no habría podido ver la luz nunca. Por eso no dudo de que ha sido la película la que ha encontrado a mí, en lugar de yo a ella. Tuvo que apretar los dientes ante mi indecisión, tragar saliva y dar el paso clave. Fue osada, en definitiva, se arriesgó y consiguió demostrar que los actos de valentía, por muy pequeños que sean, generan un eco lo suficientemente intenso como para hacer que cambie la historia. Aunque recelen de ti y te digan que eso no es posible.

Garrulismo y fútbol


Como siempre tras una noche especial de fútbol, a muchos de los que no compartís la pasión por este deporte se os llena la boca diciendo que os parece triste que en un país se grite un gol con más fuerza que una injusticia, reducís a los que lo hacemos -gritar goles, saltar de rabia y alegría con los éxitos de nuestro equipo, analizar el juego más allá de hablar de supinas gilipolleces como robos y balones de oro- al mero garrulismo e intentáis demostrar con ese simple comentario que sois más ricos en sentido común y espíritu que nosotros. Os responderé diciendo que los que me provocáis tristeza sois vosotros a mí. Por no saber daros cuenta de que hablamos de fútbol como una afición más, como una manera de escapar del tedio que supone la rutina diaria igual que vosotros tenéis reventar el móvil con Instagram, mirar el techo de vuestro cuarto, componer música, estudiar filosofía medieval de cuatro a siete, sacar al perro a las ocho de la tarde o lo que os parezca mejor, lo que más os guste, sin que nadie os diga si sois más o menos zoquetes por ello, pero también soñamos con fútbol y amamos el fútbol como una suerte de conjugación de técnica, compañerismo, lucha, fuerza, unión por conquistar un objetivo común, hermanamiento e inteligencia. Eso no podéis llegar a entenderlo vosotros pero yo no voy a pediros que lo hagáis, ni siquiera que lo intentéis, sólo que nos respetéis. En primer lugar, porque yo sí soy capaz de llegar a entenderos a vosotros, vuestros gustos, a pesar de que considere ridículo vuestro modo de proceder en el caso que nos ocupa. Decís, repito, que es triste que suene más alto un gol que la protesta por una injusticia, pero yo os replico y os hago saber -malditos iluminados de pacotilla- que combatir una injusticia dista mucho de escribir en un perfil de red social una sentencia políticamente correcta o de compartir un titular populista según convenga. Porque no, amigos, el hecho de teclear la palabra ‘LADRONES’ seguida de innumerables signos de exclamación no hace que tal mensaje actúe como un conjuro y que por el poderío infinito de la magia vaya a ser condenado todo aquel que sea susceptible de cargar con esa lacra. A los políticos, a los banqueros, a todo aquel colectivo al que os queráis referir les vienen sudando las partes nobles lo que vosotros escribáis en Facebook un domingo de resaca mientras escucháis lo último del efímero y presunto cantante exitoso de turno. Lo que les puede llegar a asustar es que la gente decida galopar hasta enterrarlos en el mar.

Y además, de esta evidencia de vuestra falta de respeto y entendimiento forma parte también una presuntuosidad irrisoria, por hipócrita. Os emplazo ya si queréis a tomar un café o una copa -recomiendo Cointreau, como sabéis- para iniciar un debate que dure horas acerca del reflejo de la física cuántica en Borges, la victoria de Pdr Snchz en las primarias socialistas, quiénes son los rebeldes de Alepo o si Mari Juana hace mejor cazón en adobo que flamenquines de rabo de toro. Pero dudo a horrores que aceptarais la invitación y me temo que, en caso de hacerlo, os limitaríais a espetar dos o tres clichés -con mayor o menor ingenio- para salir airosos del envite. Eso a mí, lo vuelvo a decir, es lo que me provoca tristeza. Dejadnos en paz. Vivid y dejad vivir.