Domingo.
23:40
Corría,
creo recordar, el mes de noviembre y atravesaba
yo la capitalina Plaza de Santa María cuando mi querido F. me abordó vía
WhatsApp para confesarme ciertas cuitas amorosas. Decidí contestarle con un
mensaje de voz. Aunque recién desayunado y con más energía que un perro en
celo, empecé a hablar, lo reconozco, algo dubitativo, pero sólo fue hasta que
recurrí al símil futbolístico. El entorno ilustre invitaba a hilar fino, como
así creo que hice. Me he sentido tentado de transcribir el mensaje original,
sin florituras añadidas, pero cabe esmerarse una vez más en practicar el
artificio. Qué es escribir sino embelesar.
Lo que
le pasaba a F. es que acababa de sumar un nuevo fracaso en su idealizada
búsqueda de su media naranja, algo que en las universidades deberían estudiar
bajo el nombre de "efecto Mosby". Para ahuyentar pensamientos
absurdos, básicamente pretendí hacer ver a mi amigo que la actitud ante la vida
lo es todo, yo, el ser más pesimista de cuantos habitan el planeta Tierra. Le
recordé cierta vez que N., él y yo salimos juntos en Jaén, en junio o julio del
año pasado, cuando no rondaban su cabeza ideas sobre el despecho y el desamor
dignas de alimentar guiones de sitcoms norteamericanas. "Ahí estabas tú
pletórico, ahí no había huevos", le indiqué, en un alarde de facundia.
"Hay que dejarse llevar, hay que afrontar el día a día con más... cómo te
digo yo... igual que Rodrygo controla el balón, con fluidez". Cariocas,
uno nacido en el 2000 y otro en 2001, extremos, apuestas de futuro,
incertidumbres. Son distintos, pero la comparación entre Vinicius y Rodrygo desde
que aterrizaron en Madrid es inevitable. Por entonces, la diferencia definitiva
entre ambos, para mí, estaba bastante clara y concernía a lo psicológico.
Vinicius representaba el paradigma del hombre preocupado. El miedo a los pitos,
el peso de los 45 o 50 kilos que costó, el conflicto entre ser fiel a uno mismo
y repetir lo que antes acabó en error aunque acabara en error o intentar algo
nuevo porque se supone que es lo más correcto, lo más lógico, dos conceptos
altamente inflamables. Y ya se sabe: quien juega con fuego, termina quemándose.
Igual que ahora, Vinicius en noviembre ya regateaba, porque siempre lo ha
sabido hacer, y solía salir exitoso de los duelos, pero luego llegaba el
momento de pensar con frialdad y acontecía el descalabro. Literalmente: se
caía. Se tropezaba y al suelo. Un mal golpeo de balón, un intento de exhibición
técnica en lugar de una solución práctica que acababa en estrépito. Sabía el
cómo, pero no el porqué. Palabras sueltas sin relación alguna entre sí, un
cúmulo de frases perentorias y rimbombantes pero carentes de orden y contexto. Por
el contrario, Rodrygo -le expliqué yo a F.- actuaba por puro instinto.
"Controla con suavidad, como una anguila en el agua, pum, controla,
regatea, parece... un... parece un... un... un gusanillo moviéndose, pum, por
eso lleva dos goles en tres o cuatro partidos de liga que ha jugado y Vinicius
ha marcado sólo dos entre el año pasado y este", detallé antes de
sentenciar: "Hay que ser más como Rodrygo".
Cuatro meses después, Vini abrió la lata en el recordado Clásico
pre-covid que terminó 2-0 para el Madrid, una actuación decisiva que alimentó
tímidas esperanzas. Hoy, ocho meses más tarde de aquella conversación por
WhatsApp, el brasileño vuelve a destacar en un partido de forma notable. Hay más
seguridad en su proceder, menos precipitación. Parece haber aprendido de parte
de sus errores y haberse ganado la confianza del vestuario. Ahora sus
movimientos y decisiones en el campo se suceden en base a un envidiable rigor
sintáctico. Debería coger el teléfono y confesarle a F. mi habilidad escasa
para el consejo. Está claro que no hay un sólo camino hacia la felicidad: tanto
en lo amoroso como en lo futbolístico también se puede ser como Vinicius.
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