Viernes.
19:37
La ceremonia inaugural de las Olimpiadas me ha pillado en Mérida, en pleno recorrido por el laberíntico Museo Nacional de Arte Romano, entre estatuas togadas y clípeos fragmentados de Júpiter. Ayer por la noche Marta y yo estuvimos en el estreno de 'Hipatia de Alejandría' en el Teatro Romano, donde, al margen de la calidad del texto y del talento de los actores, cualquier trama se cuenta sola, y hoy había que rematar la zambullida en cultura clásica con esa visita ineludible. La coreografía del evento olímpico, si no me equivoco, ha empezado a la una peeme hora española, más o menos mientras yo estaba plantado ante la maqueta de la antigua Augusta Emerita y el panel explicativo sobre su circo, absorto e imaginando frenéticas carreras de cuádrigas en la arena emeritense que acababan con un pobre trasunto de Mesala lisiado una vez tras otra. En ese contexto era difícil que me acordara de lo de la inauguración de los Juegos, a pesar de que me había prevenido a mí mismo al respecto el día anterior. Lo he olvidado por completo, de hecho, y ha sido Marta, después de comer y ya en el coche, en el tramo de vuelta al pueblo en el que me ha tocado el volante, quien ha recordado que "hoy era lo de la inauguración de los Juegos, ¿no?"
El verano es una época propicia para emplear el adjetivo 'inolvidable' sin miedo a caer en barroquismos, seguramente por el prestigio que uno le otorga en la infancia, antes de que más adelante se dé de bruces contra una realidad palmaria y descubra que el verano, como todo en la vida, son los padres. Quien más quien menos ha vivido en sus años mozos un 'verano inolvidable', y es fácil, por mera estadística, que muchos de los momentos definitorios que lo componen estén asociados de una manera u otra a una cita deportiva de fuste: un Tour, un Wimbledon, un US Open, un Mundial, una Eurocopa o unos Juegos Olímpicos, de los que Juan Tallón dice que "construyen una memoria personal intensísima". Es cierto. Mi primer recuerdo de unas Olimpiadas se remonta a 1992, las de Barcelona, y tiene que ver, precisamente, con el acto inaugural. Entre la amalgama de deportistas y abanderados sólo conservo un fotograma, poco nítido, eso sí: sobre una plataforma móvil, algún crack de la ingeniería dirigía los mecánicos movimientos de una reproducción a escala natural de un héroe griego, Ulises -creo-, que más bien parecía el endoesqueleto de un T-800. Otro de mis recuerdos veraniegos imborrables asociados al deporte vincula el Tour de Francia e Induráin con la costa malagueña y un homicidio. El verano de, si mal no recuerdo, el 95, mis padres y yo veraneamos, cumpliendo todas las previsiones, en Fuengirola. A pesar de mis escasos siete años y de que ni ahora ni nunca me ha atraído el ciclismo, era y soy consciente de que por aquel entonces Induráin dominaba con mano de hierro tanto el Tour de Francia como la cotidianidad nacional. Para no perderse las hazañas diarias sobre dos ruedas de Miguelón, cada cual seguía de forma estricta una particular costumbre ceremonial que, en el caso de mi padre, como en el de todo buen español medio amante del deporte patrio -o matrio, ya no sé bien cómo decirlo- que disfrutaba de su descanso vacacional en el retiro costero, consistía en bajar al cafebar más cercano y costumbrista y beberse el cubata de sobremesa viendo a Induráin pedaleando a tumba abierta, y eso no iba a cambiar ya estuviera en Fuengirola o en San Petersburgo. Uno de esos días mis padres me habían prometido un capricho: ir al zoo. Tras el punto final de la pertinente etapa ciclista, mi padre subió al hotel, tardamos unos minutos en prepararnos y bajamos los tres a la calle. Recorrimos unos metros y, de repente, un señor -no recuerdo si paisano o policía- se abalanzó sobre nosotros al grito de "tapen los ojos al niño". Antes de que mis padres y el otro adulto formaran ante mí una improvisada barrera, alcancé a ver el tumulto en la acera de enfrente. El revuelo estaba justificado: según dijeron, acababan de matar a un hombre allí mismo. El cadáver del tipo yacía sobre el suelo, rodeado por agentes de la Policía y una manada de curiosos, a las puertas de un cafebar. El resto de imágenes que retengo son, en su mayoría, difusas, pero sí recuerdo con claridad a mi padre mirando la escena fijamente, en silencio, durante unos segundos, antes de alejarnos del sitio a la voz de ya. Luego reconoció casi susurrando lo que mi madre y yo sospechábamos. Por supuesto, aquel cafebar era el mismo en el que él había estado viendo la etapa del Tour apenas unos minutos antes del crimen.
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Foto: El País. |