Hay una verdad, acaso un hito, en la historia del fútbol español pocas veces aludida o, como mínimo, a la que se hace alusión menos de lo que se debiera: los aficionados millennials aprendimos la palabra aductor gracias a Míchel. No había jugada, entrada ni escaramuza tras la que, si un futbolista se quedaba tirado sobre el césped quejándose de alguna dolencia, el entonces comentarista no arrogara el origen del mal a ese músculo que en el muslo de Roberto Carlos abundaba más que en el de cualquier otro pelotero. Eran todavía los tiempos de la Champions en La Primera, que no La 1, en los que José Ángel de la Casa y Míchel conformaron aquel mítico tándem narrador-comentarista técnico digno de buddy film que marcó a toda una generación. Con esa palabra antes desconocida para el gran público púber y que alcanzó un alto estatus entre el pueblo llano, el exfutbolista puso nombre a algo que hasta entonces, en la jerga tabernaria, no lo tenía. El término, al hacerse tan popular, se expandió y en ocasiones acabó usándose no ya para cualquier molestia inguinal, sino para cualquier molestia. Esto es, Míchel, sin quererlo, propició que se redujera a una palabra la explicación de una cuestión tan compleja como las causas de las sobrecargas y las roturas musculares, y aquello se dio por bueno porque solucionaba el problema de la carencia de verbalización, o mejor, porque ahorraba quebraderos de cabeza para solucionarlo por uno mismo. También por esa peligrosa y extendida concepción de que emplear una palabra técnica, aunque se emplee mal, da realce al discurso y crédito a quien lo pronuncia, lo cual, además, estimula la invención de nuevos términos y sintagmas que, bien suplan déficits expresivos, bien actúen como eufemismos, sirvan para salir del paso por muy absurdos que sean. Ocurre en cualquier ámbito, pero sobre todo en el mesonero o en el político, lo mismo da que da lo mismo. Por ejemplo, se quedó ancha Fátima Báñez cuando, siendo ministra de Empleo en 2013, definió la fuga de talentos como "movilidad exterior"; también en 2013 Cospedal habló de "simulación en diferido" de salario para referirse al finiquito del innombrable Bárcenas, y un año antes, De Guindos aseguró que el rescate a la banca pactado con Bruselas era en realidad "un préstamo en condiciones muy ventajosas". Algo después, ya en 2014, los voceros del establishment político-económico español que vieron amenazados sus privilegios por la irrupción de Podemos en el tablero de juego nacional, acuñaron el término venezuela -así, sin mayúscula, como nombre común- para referirse a una situación de caos económico-social previa al armagedón de la democracia nacional y mundial que traería consigo el neopartido por sus vínculos con los regímenes socialistas latinoamericanos. Aunque seis años después, y con Unidas Podemos en el Gobierno de España, ninguno de aquellos presagios apocalípticos se ha cumplido, las actuales protestas antigubernamentales en Cuba han hecho que el debate de esa cuestión aflore de nuevo, si bien ahora con el rescate de un sinónimo de venezuela que parecía ya olvidado pero que es de viejo cuño: la propia cuba, que dependiendo de la trinchera se usa como palabra equivalente a dictadura o a revolución para designar a una realidad mucho más compleja que se aleja o debería alejarse de pobres maniqueísmos. Simplificar el asunto gubernamental en Venezuela o Cuba obligando a elegir entre dictadura o no dictadura es como llevarse las manos a la ingle y quejarse del aductor porque no sabes cómo se llama lo que te duele.
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Ciudadanos cubanos se manifiestan contra el Gobierno (EFE). |
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