domingo, 25 de julio de 2021

Veranos inolvidables

Viernes.

19:37 


   La ceremonia inaugural de las Olimpiadas me ha pillado en Mérida, en pleno recorrido por el laberíntico Museo Nacional de Arte Romano, entre estatuas togadas y clípeos fragmentados de Júpiter. Ayer por la noche Marta y yo estuvimos en el estreno de 'Hipatia de Alejandría' en el Teatro Romano, donde, al margen de la calidad del texto y del talento de los actores, cualquier trama se cuenta sola, y hoy había que rematar la zambullida en cultura clásica con esa visita ineludible. La coreografía del evento olímpico, si no me equivoco, ha empezado a la una peeme hora española, más o menos mientras yo estaba plantado ante la maqueta de la antigua Augusta Emerita y el panel explicativo sobre su circo, absorto e imaginando frenéticas carreras de cuádrigas en la arena emeritense que acababan con un pobre trasunto de Mesala lisiado una vez tras otra. En ese contexto era difícil que me acordara de lo de la inauguración de los Juegos, a pesar de que me había prevenido a mí mismo al respecto el día anterior. Lo he olvidado por completo, de hecho, y ha sido Marta, después de comer y ya en el coche, en el tramo de vuelta al pueblo en el que me ha tocado el volante, quien ha recordado que "hoy era lo de la inauguración de los Juegos, ¿no?"

El verano es una época propicia para emplear el adjetivo 'inolvidable' sin miedo a caer en barroquismos, seguramente por el prestigio que uno le otorga en la infancia, antes de que más adelante se dé de bruces contra una realidad palmaria y descubra que el verano, como todo en la vida, son los padres. Quien más quien menos ha vivido en sus años mozos un 'verano inolvidable', y es fácil, por mera estadística, que muchos de los momentos definitorios que lo componen estén asociados de una manera u otra a una cita deportiva de fuste: un Tour, un Wimbledon, un US Open, un Mundial, una Eurocopa o unos Juegos Olímpicos, de los que Juan Tallón dice que "construyen una memoria personal intensísima". Es cierto. Mi primer recuerdo de unas Olimpiadas se remonta a 1992, las de Barcelona, y tiene que ver, precisamente, con el acto inaugural. Entre la amalgama de deportistas y abanderados sólo conservo un fotograma, poco nítido, eso sí: sobre una plataforma móvil, algún crack de la ingeniería dirigía los mecánicos movimientos de una reproducción a escala natural de un héroe griego, Ulises -creo-, que más bien parecía el endoesqueleto de un T-800. Otro de mis recuerdos veraniegos imborrables asociados al deporte vincula el Tour de Francia e Induráin con la costa malagueña y un homicidio. El verano de, si mal no recuerdo, el 95, mis padres y yo veraneamos, cumpliendo todas las previsiones, en Fuengirola. A pesar de mis escasos siete años y de que ni ahora ni nunca me ha atraído el ciclismo, era y soy consciente de que por aquel entonces Induráin dominaba con mano de hierro tanto el Tour de Francia como la cotidianidad nacional. Para no perderse las hazañas diarias sobre dos ruedas de Miguelón, cada cual seguía de forma estricta una particular costumbre ceremonial que, en el caso de mi padre, como en el de todo buen español medio amante del deporte patrio -o matrio, ya no sé bien cómo decirlo- que disfrutaba de su descanso vacacional en el retiro costero, consistía en bajar al cafebar más cercano y costumbrista y beberse el cubata de sobremesa viendo a Induráin pedaleando a tumba abierta, y eso no iba a cambiar ya estuviera en Fuengirola o en San Petersburgo. Uno de esos días mis padres me habían prometido un capricho: ir al zoo. Tras el punto final de la pertinente etapa ciclista, mi padre subió al hotel, tardamos unos minutos en prepararnos y bajamos los tres a la calle. Recorrimos unos metros y, de repente, un señor -no recuerdo si paisano o policía- se abalanzó sobre nosotros al grito de "tapen los ojos al niño". Antes de que mis padres y el otro adulto formaran ante mí una improvisada barrera, alcancé a ver el tumulto en la acera de enfrente. El revuelo estaba justificado: según dijeron, acababan de matar a un hombre allí mismo. El cadáver del tipo yacía sobre el suelo, rodeado por agentes de la Policía y una manada de curiosos, a las puertas de un cafebar. El resto de imágenes que retengo son, en su mayoría, difusas, pero sí recuerdo con claridad a mi padre mirando la escena fijamente, en silencio, durante unos segundos, antes de alejarnos del sitio a la voz de ya. Luego reconoció casi susurrando lo que mi madre y yo sospechábamos. Por supuesto, aquel cafebar era el mismo en el que él había estado viendo la etapa del Tour apenas unos minutos antes del crimen.

Foto: El País.


jueves, 15 de julio de 2021

Quejarse de la ingle

      Hay una verdad, acaso un hito, en la historia del fútbol español pocas veces aludida o, como mínimo, a la que se hace alusión menos de lo que se debiera: los aficionados millennials aprendimos la palabra aductor gracias a Míchel. No había jugada, entrada ni escaramuza tras la que, si un futbolista se quedaba tirado sobre el césped quejándose de alguna dolencia, el entonces comentarista no arrogara el origen del mal a ese músculo que en el muslo de Roberto Carlos abundaba más que en el de cualquier otro pelotero. Eran todavía los tiempos de la Champions en La Primera, que no La 1, en los que José Ángel de la Casa y Míchel conformaron aquel mítico tándem narrador-comentarista técnico digno de buddy film que marcó a toda una generación. Con esa palabra antes desconocida para el gran público púber y que alcanzó un alto estatus entre el pueblo llano, el exfutbolista puso nombre a algo que hasta entonces, en la jerga tabernaria, no lo tenía. El término, al hacerse tan popular, se expandió y en ocasiones acabó usándose no ya para cualquier molestia inguinal, sino para cualquier molestia. Esto es, Míchel, sin quererlo, propició que se redujera a una palabra la explicación de una cuestión tan compleja como las causas de las sobrecargas y las roturas musculares, y aquello se dio por bueno porque solucionaba el problema de la carencia de verbalización, o mejor, porque ahorraba quebraderos de cabeza para solucionarlo por uno mismo. También por esa peligrosa y extendida concepción de que emplear una palabra técnica, aunque se emplee mal, da realce al discurso y crédito a quien lo pronuncia, lo cual, además, estimula la invención de nuevos términos y sintagmas que, bien suplan déficits expresivos, bien actúen como eufemismos, sirvan para salir del paso por muy absurdos que sean. Ocurre en cualquier ámbito, pero sobre todo en el mesonero o en el político, lo mismo da que da lo mismo. Por ejemplo, se quedó ancha Fátima Báñez cuando, siendo ministra de Empleo en 2013, definió la fuga de talentos como "movilidad exterior"; también en 2013 Cospedal habló de "simulación en diferido" de salario para referirse al finiquito del innombrable Bárcenas, y un año antes, De Guindos aseguró que el rescate a la banca pactado con Bruselas era en realidad "un préstamo en condiciones muy ventajosas". Algo después, ya en 2014, los voceros del establishment político-económico español que vieron amenazados sus privilegios por la irrupción de Podemos en el tablero de juego nacional, acuñaron el término venezuela -así, sin mayúscula, como nombre común- para referirse a una situación de caos económico-social previa al armagedón de la democracia nacional y mundial que traería consigo el neopartido por sus vínculos con los regímenes socialistas latinoamericanos. Aunque seis años después, y con Unidas Podemos en el Gobierno de España, ninguno de aquellos presagios apocalípticos se ha cumplido, las actuales protestas antigubernamentales en Cuba han hecho que el debate de esa cuestión aflore de nuevo, si bien ahora con el rescate de un sinónimo de venezuela que parecía ya olvidado pero que es de viejo cuño: la propia cuba, que dependiendo de la trinchera se usa como palabra equivalente a dictadura o a revolución para designar a una realidad mucho más compleja que se aleja o debería alejarse de pobres maniqueísmos. Simplificar el asunto gubernamental en Venezuela o Cuba obligando a elegir entre dictadura o no dictadura es como llevarse las manos a la ingle y quejarse del aductor porque no sabes cómo se llama lo que te duele.


Ciudadanos cubanos se manifiestan contra el Gobierno (EFE).


sábado, 10 de julio de 2021

La extensión del mar

Martes.
19:37

Recorro la bahía de Santander sumergido en su concurrido y dilatado silencio, alcanzo las esculturas de Los Raqueros, junto al Muelle de Calderón, e inevitablemente me acuerdo de mis primeras veces ante el mar. Los raqueros eran unos niños huérfanos y vagabundos que, entre finales del XIX y principios del XX, frecuentaban los muelles de Santander y sobrevivían de lo que sacaban en pequeños robos y de las monedas que la gente les tiraba al mar para que las buscaran buceando. Al contrario que aquellos pícaros de Puertochico, yo de pequeño temía a las olas hasta tal punto que era incapaz de acercarme apenas a la orilla aun con las aguas en calma. A pesar de eso, cuando íbamos a la playa, mis padres, como cualquier eufórico padre con hijos en edad preescolar, hacían manifiesta su autoridad sobre mí de la manera más cándida y cruel: ajenos a mi fobia -o frivolizando con esta-, me cogían de las manos, me conducían a la fuerza al agua y me obligaban a bañarme. Yo pataleaba y chillaba como si me fuera la vida en ello hasta que, agotados, decidían dejarme en paz. Ahí comenzó a forjarse mi estigma como niño raro que hoy llevo, con orgullo, por bandera. De hecho, ese miedo todavía perdura, pero sólo de manera ecoica o residual, con otra forma distinta, más compleja y más cercana al socorrido eufemismo del respeto. Ahora, cada vez que lo desafío desde la distancia, el mar ruge para dejarme claro que acepta el reto y me advierte del alto precio que tiene mi osadía con una sencilla muestra de su poder: sin esfuerzo alguno dirige hacia mí un suave oleaje que trae consigo el recuerdo de aquel miedo original. Al carecer de las armas adecuadas para combatir el peso del pasado, me hago diminuto y, sin remedio, acabo reculando, pero un segundo después todo vuelve a la normalidad: el recuerdo no tarda en acudir a la sombra igual que las olas, prestas, regresan a su matriz tras romper en la orilla. He ahí acaso la clave del misterio que me sigue atormentando: la extensión inabarcable del mar es la latitud de la memoria.

Panorámica del mar desde la bahía de Santander.

Estatua de uno de los raqueros tirándose al mar.


viernes, 2 de julio de 2021

Querencia al mito

      El otro día, en Twitter, María Elena Higueruelo anunció algo interesante: a lo largo del verano y a través del propio Twitter, va a ir compartiendo un diario de lectura, y siempre que María Elena Higueruelo escribe algo nuevo y decide enseñarlo al resto de mortales sobre la faz del planeta es una buena noticia. Marta opina lo mismo que yo. "Con María Elena me pasa que siento unas cosquillas en la barriga y se me acelera el pulso", me dijo tras leer las primeras entradas del diario. Luego me confesó que no sabe definir el estilo de Higueruelo, pero que lo ve "desnudo, sincero, cristalino". "Eso es una definición", apunté. "Me refiero a definir de forma académica", dijo. Y se rio. Otra vez lo académico tratando de estropear la belleza de lo espontáneo.

    La poeta ha escogido para este verano un clásico, y más que un clásico, un mito de considerable peso: 'Moby Dick', la historia sobre la obsesión del Capitán Ahab por dar caza a la gigantesca y vengativa ballena que da nombre a la novela. Eso es lo que sabe o, al menos, dice saber todo el mundo. Con 'Moby Dick' pasa como con otros 'imprescindibles': la simple pronunciación del título conmueve profundamente al personal, haya leído o no el libro, como si uno mentara a Maradona en plena soirée futbolera haya visto jugar o no al Pelusa. He ahí la dimensión de la leyenda.
     'Moby Dick' es, además, una de mis grandes y eternas cuentas pendientes literarias. No son pocas las que tengo. De hecho, mi lista es tan amplia que hasta me avergüenza reconocerlo -obviaré títulos porque tampoco es cuestión de hacer de la autoflagelación un espectáculo público-. Normalmente me justifico diciendo que carezco de suficiente tiempo libre para leer todo cuanto quiero, pero es un argumento vacío, una suerte de placebo: si eso fuera cierto, la nómina de novelas en espera habría menguado, aunque hubiese sido poco, con el paso de los años. Al contrario, ha crecido. Ello, por lógica, me lleva a plantearme algo espinoso: quizás lo que ocurre es que no deseo leer todos esos libros y que, si me he visto empujado a creer que sí, es porque "se supone" que "debo" leerlos por su aludida condición de 'imprescindibles'. Sin embargo, pronto descarto esta teoría y formulo otra nueva que me convence más -que, sencillamente, me convence-: lo que en verdad me ocurre es que tengo miedo de que la realidad no colme la expectativa. Dicho de otro modo: sufro una excesiva querencia al mito.
      Cuando uno se enfrenta a un clásico no parte desde la nada. Al tratarse de un libro archiconocido, archicomentado y archinterpretado, intentar mantenerse al margen de todo el ruido que ha ido generando y acumulando a su alrededor a lo largo de los años es poco menos que una odisea. Quien más quien menos ha leído, escuchado y visto algo referente a lo que otros han dicho, comprendido e imaginado sobre el título en cuestión, y a pesar del obvio desorden, siguiendo la senda que marca ese picoteo de información indirecta se acaba llegando a un oasis compartido, es decir, a una idea común sobre lo que supuestamente el autor quiso contar en y con la novela, o al menos sobre lo más esencial de ello. Y si esa idea es común es también clara, y si es clara es también fija.
       Es decir, si a mí me pidieran ahora mismo un perfil del Capitán Ahab, escribiría sin vacilar que es un tipo chúcaro, decidido, enigmático y cautivador. Pero, sobre todo, destacaría que su mencionado afán enfermizo por acabar con la criatura marina es una alegoría del eterno deseo humano por alcanzar lo imposible. Y de todo eso estoy totalmente convencido sin haber leído ni una página del libro. Es algo que, como digo, "se sabe" y que el tiempo, como siempre, se ha encargado de magnificar. Lo dice Muñoz Molina en ‘Moby Dick. La atracción del abismo’: “Más que un símbolo, más que una alegoría: un mito”. A alimentar esa leyenda ha ayudado el hecho de que ese mito haga referencia a algo tan humano, la búsqueda de lo inasible, y además con el mar como escenario, el ancho mar, del que nunca se sabrá todo o lo suficiente.
   En ese contexto de certezas adquiridas la imaginación queda vilmente limitada, y por lo tanto cuando yo me siente, al fin, a leer 'Moby Dick' será, más que para 'descubrir', para 'confirmar', esto es, para comprobar si todo lo que sé o creo saber de la novela 'está' verdaderamente en la novela, con el consiguiente riesgo de no conseguirlo. La decepción en el caso de toparme con un Ahab alejado del que yo he construido de forma ajena al libro y de que el personaje sea 'menos mítico' de lo que yo pensaba sería mayúscula. ¿Y hasta qué punto es eso necesario? ¿Quién soy yo para hacer tambalear unos pilares tan férreos y moldeados con tanto mimo por el tiempo? Calculo que acabaré 'Miss Marte', de Jabois, en dos semanas, dos semanas que restan para empezar a leer 'Moby Dick'.

Gregory Peck interpreta al Capitán Ahab en 'Moby Dick' (1956).