Los mares en
los que bucea actualmente la poesía son, cuando menos, difíciles de amansar. El
poeta, al que siempre se ha atribuido cierta tendencia –y quizás también cierto
apego- a la marginación, se enfrenta ahora a una circunstancia que, aunque dejó
de ser novedosa hace ya bastante, aún resulta ciertamente anormal, ciertamente
incongruente: la de ocupar un lugar privilegiado en el abigarrado universo
literario. El hecho provoca reacciones gravemente dispares, casi cainitas. Están,
por un lado, los que se muestran exultantes, como si esta situación hubiera
venido a calmar unas presuntas ansias de reconocimiento cuya floración se
supone obligada en cualquier paria; por otro, los que, movidos por cierto
romanticismo, no conciben que el arte poético pueda llegar a traspasar la
frontera del intimismo clásico que se describe en el manifiesto La otra sentimentalidad, publicado en
1983: “Dentro de las ciudades modernas los poemas se han visto abocados al
ruidoso carnaval de la marginación, construyendo con su propia miseria su
grandeza. Gentes extrañas, ciudadanos al margen del utilitarismo social del
lenguaje, los poetas apostaron por sus peculiaridades, haciendo de la
literatura un ideal de vida, y en consecuencia, del vitalismo, una de las
características fundamentales de la poesía moderna”. Dentro de tal dicotomía, son
precisamente estas “gentes extrañas” las que ahora rompen su acostumbrado silencio
para abogar por el retorno al gueto como acto protestatario contra la
confusión.
Hay
quien repite como un mantra aquello de que los tiempos son los que determinan
qué es o qué debe ser poesía, pero yo opino que hay que ser extremadamente
precavido en este sentido. Es verdad que el arte debe estar abierto a la
renovación si no quiere firmar de forma prematura su acta de defunción, pero el
uso gratuito de la sentencia puede llevar a esta a convertirse, como ha
sucedido, en una baratísima excusa para justificar o disfrazar la degradación
del arte de componer versos. La –necesaria- lucha por ‘reforzar’ el carácter
utilitario de la poesía fue interpretada erróneamente, y tal esfuerzo contumaz
tuvo como consecuencia la rápida mercantilización del lenguaje poético. Así,
aunque comparto el concepto de poética defendido por los poetas de posguerra
españoles –el de la poesía-herramienta de Celaya-, considero que el
‘acercamiento’ de la poesía al lector no tiene por qué conllevar la pérdida de
su complejidad literaria, que es lo que constituye su esencia. Es más, es que
es el lector el que tiene que ‘poder’ y ‘saber’ ‘acercarse’ a ella. La idea de
la poesía como bien común –cuya base es claramente marxista-, frente a la que
la muestra como patrimonio reservado a una minoría social, es la que debe
alumbrar el camino, pero el abordaje de la cuestión no es tan sencillo como
parece. Así lo demuestran los hechos.
Lo primero que
hay que hacer para esquivar el caos, por tanto, es dejar claro que, a la hora
de emprender el ‘acercamiento’ a la poesía, los esfuerzos han de concentrarse
en asegurar que el desarrollo intelectual de cualquier individuo alcance su
nivel máximo, sea cual sea su dimensión, más que en ‘adaptar’ los recursos, que
es el camino fácil y torpe –algo parecido es lo que planteó Conan Doyle en boca
de Holmes acerca de los hechos y los axiomas-, y, si hablamos de desarrollo
intelectual, cabe analizar la situación actual de nuestra universidad pública.
Su apertura de puertas casi indiscriminada ha conllevado su devaluación como
espacio dedicado a afrontar los retos sapienciales más ambiciosos hasta el
punto de que estudiar una carrera universitaria hoy se ha convertido –en
contextos socioculturales medio-altos- en poco más que un mero paso lógico –y
obligado- en el camino formativo que ha de completar cualquier hijo de vecino,
lo cual debería ser del todo absurdo. Esta situación no es sino la consecuencia
final de la propagación de un mito: el de que las personas con estudios
universitarios –aquellas que, merced a sus capacidades intelectuales o al hecho
de contar con medios económicos suficientes, pudieron completar estos- pertenecían
a una suerte de élite social y laboral, tras acceder al mercado, lo cual hizo
que los ciudadanos dedicados a oficios para los que no se requería
profesionalización se consideraran poco menos que de segunda. Era normal que,
teniendo esto en cuenta, todo el mundo deseara aspirar a formar parte de tal
presunto grupo privilegiado. Así, la lucha obrera por la conquista de derechos,
acertada en el fondo, erró en la forma y confundió dos conceptos: el de que
cualquiera pudiera contar con todos los medios para acceder a la universidad
con el de que a la universidad pudiera acceder cualquiera.
El
acceso a la universidad para quien lo merece y tiene las capacidades
intelectuales necesarias para aprovechar su paso por la misma –no para quien
puede pagarlo- ha de estar asegurado por el Estado, y no tiene que ser motivo
de reprobación el hecho de afirmar que dicho acceso debería estar reservado a
estas personas. Pero plantearlo así hace que parezca que hablo de una situación
privativa, cuando se trata de todo lo contrario: yo creo firmemente que
hay que acabar con esa ridícula distinción entre ciudadanos de primera y de
segunda, y para lograrlo es del todo necesario valorar como es debido cualquier
clase de habilidad y de alternativa formativa a la carrera universitaria. Si
esto se consigue –y es el Estado el que tiene también esta responsabilidad-,
ganarán en calidad la universidad, la formación profesional y, por
consiguiente, las personas, sean de la condición que sean. Algo así es lo que
ocurre hoy con la poesía. Lo dice uno que apenas entiende de ella.
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