domingo, 11 de agosto de 2019

"¿Quién juega?"

A mi abuelo, Paco "El Cochero" -el epíteto le viene de joven, de cuando acostumbraba a conducir el coche de caballos de su padre-, le gustaba el fútbol sobre cualquier otra cosa. Era más madridista que don Santiago, pero, fiel a su carácter recto -en este sentido y en otros, en todos- nunca quiso reconocerlo. Yo siempre lo supe, a pesar de ello: sus protestas a favor del conjunto blanco, nada airadas, sino comedidas hasta el extremo, en cualquier partido, le delataban. Durante muchos años intenté pillarle -"abuelo, dime la verdad, tú eres más madridista que todos los que estamos aquí juntos", y todos los que estabamos allí juntos habitualmente éramos él, mi padre y yo-, pero siempre negaba la mayor. Sin embargo, hace no mucho, ahora que ya apenas recuerda caras y nombres aunque todavía se advierta un atisbo de lucidez en su proceder, llegó a confesármelo sin darse cuenta. "Abuelo, ¿tú de qué equipo eres?", pregunté, todo cándido. "Ea, yo... del Real Madrid", respondió él , como si todavía le costara reconocerlo, desnudarse en algún sentido.

De los futbolistas que siempre destacaba como sus favoritos, recuerdo especialmente cuatro: Indalecio -jugador eminente del Torredonjimeno en los años 40-, Roberto Carlos, Luis Enrique -que él pronunciaba con una particular aspiración entre la segunda y la tercera sílaba del "enrique"- y "el de los pases largos", que era Beckham. Con él vi, por ejemplo, en el salón de mi primer hogar en el pueblo -un tercero de cuyo balcón hablo en cierto libro-, la agónica final de Champions del 99 entre el United y el Bayern. Más allá de la épica remontada de los red devils, de los cuerpos casi inertes de los jugadores bávaros tras el segundo tanto de Solskjaer en el tiempo añadido -más vida había en Comala- y del llanto desconsolado de Kuffour, me acuerdo de que nos reímos mucho de lo feo que era “El Calvo” -para nosotros, "El Calvo" era Collina- y del histrionismo que gastaba.

De su frustrada carrera como futbolista, contaba que antes de cumplir los veinte años era, de largo, el mejor extremo derecho del pueblo y que, si no llegó a jugar nunca en el Torredonjimeno, fue por culpa de cierto pope del fútbol tosiriano que vetó su ingreso en el club tras acusarle sin fundamento de no sé qué canallada contra un hermano suyo. "Cuidao el mangurrián, que la había tomao conmigo". De hecho, según decía, no tardó en demostrar que era inocente, y para el alegato que arrancó el perdón de su torquemada contó con el apoyo de su querido Miguel, su hermano pequeño, del que siempre habló con cariño y añoranza. Y aunque siempre dudé de la veracidad absoluta de la historia, tan propenso como era él a la exageración cuando de hablar de sí mismo se trataba, la escuché con atención todas y cada una de las veces que me la refirió: era la única forma de llegar a echar una ojeada al interior de su espesa coraza.

Paco "El Cochero" todavía vive, pero hace ya bastante tiempo que dejó de ser Paco "El Cochero" -al menos, el Paco "El Cochero" que yo he conocido-. Se trata esta de una última etapa brumosa en la que, sin embargo, terco, como siempre, se resiste a irse del todo. Yo, de hecho, sé cómo invocarlo. Me coloco a su lado, me acerco ligeramente a su oído derecho y, de forma decidida, le digo, a pesar de que suele ser mentira: "Abuelo, hoy hay fútbol". Al momento, aun casi ciego y casi sordo, gira de forma instintiva la cabeza hacia la tele y, con la cara iluminada como la de un niño el día de su cumpleaños, pregunta: "¿Quién juega?" Y yo juro que, por un segundo, vuelvo a ver en su gesto un destello de Paco "El Cochero". Lo que en esos escasos segundos pasa por su cabeza sólo él lo sabe y con él se irá. A mí me gusta pensar que, quizás, callado y quieto, comienza a repasar mentalmente las mil y una jugadas que sus retinas han ido registrando en su memoria a lo largo de ocho décadas de partidos y más partidos, los goles inolvidables en color y en blanco y negro, las alegrías y las penas de incontables horas de transistor balompédico y puede que también el último partido que allí, en el salón, vio sentado junto a su nieto.


miércoles, 7 de agosto de 2019

Contra el caos poético


Los mares en los que bucea actualmente la poesía son, cuando menos, difíciles de amansar. El poeta, al que siempre se ha atribuido cierta tendencia –y quizás también cierto apego- a la marginación, se enfrenta ahora a una circunstancia que, aunque dejó de ser novedosa hace ya bastante, aún resulta ciertamente anormal, ciertamente incongruente: la de ocupar un lugar privilegiado en el abigarrado universo literario. El hecho provoca reacciones gravemente dispares, casi cainitas. Están, por un lado, los que se muestran exultantes, como si esta situación hubiera venido a calmar unas presuntas ansias de reconocimiento cuya floración se supone obligada en cualquier paria; por otro, los que, movidos por cierto romanticismo, no conciben que el arte poético pueda llegar a traspasar la frontera del intimismo clásico que se describe en el manifiesto La otra sentimentalidad, publicado en 1983: “Dentro de las ciudades modernas los poemas se han visto abocados al ruidoso carnaval de la marginación, construyendo con su propia miseria su grandeza. Gentes extrañas, ciudadanos al margen del utilitarismo social del lenguaje, los poetas apostaron por sus peculiaridades, haciendo de la literatura un ideal de vida, y en consecuencia, del vitalismo, una de las características fundamentales de la poesía moderna”. Dentro de tal dicotomía, son precisamente estas “gentes extrañas” las que ahora rompen su acostumbrado silencio para abogar por el retorno al gueto como acto protestatario contra la confusión.
               Hay quien repite como un mantra aquello de que los tiempos son los que determinan qué es o qué debe ser poesía, pero yo opino que hay que ser extremadamente precavido en este sentido. Es verdad que el arte debe estar abierto a la renovación si no quiere firmar de forma prematura su acta de defunción, pero el uso gratuito de la sentencia puede llevar a esta a convertirse, como ha sucedido, en una baratísima excusa para justificar o disfrazar la degradación del arte de componer versos. La –necesaria- lucha por ‘reforzar’ el carácter utilitario de la poesía fue interpretada erróneamente, y tal esfuerzo contumaz tuvo como consecuencia la rápida mercantilización del lenguaje poético. Así, aunque comparto el concepto de poética defendido por los poetas de posguerra españoles –el de la poesía-herramienta de Celaya-, considero que el ‘acercamiento’ de la poesía al lector no tiene por qué conllevar la pérdida de su complejidad literaria, que es lo que constituye su esencia. Es más, es que es el lector el que tiene que ‘poder’ y ‘saber’ ‘acercarse’ a ella. La idea de la poesía como bien común –cuya base es claramente marxista-, frente a la que la muestra como patrimonio reservado a una minoría social, es la que debe alumbrar el camino, pero el abordaje de la cuestión no es tan sencillo como parece. Así lo demuestran los hechos.
Lo primero que hay que hacer para esquivar el caos, por tanto, es dejar claro que, a la hora de emprender el ‘acercamiento’ a la poesía, los esfuerzos han de concentrarse en asegurar que el desarrollo intelectual de cualquier individuo alcance su nivel máximo, sea cual sea su dimensión, más que en ‘adaptar’ los recursos, que es el camino fácil y torpe –algo parecido es lo que planteó Conan Doyle en boca de Holmes acerca de los hechos y los axiomas-, y, si hablamos de desarrollo intelectual, cabe analizar la situación actual de nuestra universidad pública. Su apertura de puertas casi indiscriminada ha conllevado su devaluación como espacio dedicado a afrontar los retos sapienciales más ambiciosos hasta el punto de que estudiar una carrera universitaria hoy se ha convertido –en contextos socioculturales medio-altos- en poco más que un mero paso lógico –y obligado- en el camino formativo que ha de completar cualquier hijo de vecino, lo cual debería ser del todo absurdo. Esta situación no es sino la consecuencia final de la propagación de un mito: el de que las personas con estudios universitarios –aquellas que, merced a sus capacidades intelectuales o al hecho de contar con medios económicos suficientes, pudieron completar estos- pertenecían a una suerte de élite social y laboral, tras acceder al mercado, lo cual hizo que los ciudadanos dedicados a oficios para los que no se requería profesionalización se consideraran poco menos que de segunda. Era normal que, teniendo esto en cuenta, todo el mundo deseara aspirar a formar parte de tal presunto grupo privilegiado. Así, la lucha obrera por la conquista de derechos, acertada en el fondo, erró en la forma y confundió dos conceptos: el de que cualquiera pudiera contar con todos los medios para acceder a la universidad con el de que a la universidad pudiera acceder cualquiera.
          El acceso a la universidad para quien lo merece y tiene las capacidades intelectuales necesarias para aprovechar su paso por la misma –no para quien puede pagarlo- ha de estar asegurado por el Estado, y no tiene que ser motivo de reprobación el hecho de afirmar que dicho acceso debería estar reservado a estas personas. Pero plantearlo así hace que parezca que hablo de una situación privativa, cuando se trata de todo lo contrario: yo creo firmemente que hay que acabar con esa ridícula distinción entre ciudadanos de primera y de segunda, y para lograrlo es del todo necesario valorar como es debido cualquier clase de habilidad y de alternativa formativa a la carrera universitaria. Si esto se consigue –y es el Estado el que tiene también esta responsabilidad-, ganarán en calidad la universidad, la formación profesional y, por consiguiente, las personas, sean de la condición que sean. Algo así es lo que ocurre hoy con la poesía. Lo dice uno que apenas entiende de ella.