A mi abuelo, Paco "El Cochero" -el epíteto le viene de joven, de cuando acostumbraba a conducir el coche de caballos de su padre-, le gustaba el fútbol sobre cualquier otra cosa. Era más madridista que don Santiago, pero, fiel a su carácter recto -en este sentido y en otros, en todos- nunca quiso reconocerlo. Yo siempre lo supe, a pesar de ello: sus protestas a favor del conjunto blanco, nada airadas, sino comedidas hasta el extremo, en cualquier partido, le delataban. Durante muchos años intenté pillarle -"abuelo, dime la verdad, tú eres más madridista que todos los que estamos aquí juntos", y todos los que estabamos allí juntos habitualmente éramos él, mi padre y yo-, pero siempre negaba la mayor. Sin embargo, hace no mucho, ahora que ya apenas recuerda caras y nombres aunque todavía se advierta un atisbo de lucidez en su proceder, llegó a confesármelo sin darse cuenta. "Abuelo, ¿tú de qué equipo eres?", pregunté, todo cándido. "Ea, yo... del Real Madrid", respondió él , como si todavía le costara reconocerlo, desnudarse en algún sentido.
De los futbolistas que siempre destacaba como sus favoritos, recuerdo especialmente cuatro: Indalecio -jugador eminente del Torredonjimeno en los años 40-, Roberto Carlos, Luis Enrique -que él pronunciaba con una particular aspiración entre la segunda y la tercera sílaba del "enrique"- y "el de los pases largos", que era Beckham. Con él vi, por ejemplo, en el salón de mi primer hogar en el pueblo -un tercero de cuyo balcón hablo en cierto libro-, la agónica final de Champions del 99 entre el United y el Bayern. Más allá de la épica remontada de los red devils, de los cuerpos casi inertes de los jugadores bávaros tras el segundo tanto de Solskjaer en el tiempo añadido -más vida había en Comala- y del llanto desconsolado de Kuffour, me acuerdo de que nos reímos mucho de lo feo que era “El Calvo” -para nosotros, "El Calvo" era Collina- y del histrionismo que gastaba.
De su frustrada carrera como futbolista, contaba que antes de cumplir los veinte años era, de largo, el mejor extremo derecho del pueblo y que, si no llegó a jugar nunca en el Torredonjimeno, fue por culpa de cierto pope del fútbol tosiriano que vetó su ingreso en el club tras acusarle sin fundamento de no sé qué canallada contra un hermano suyo. "Cuidao el mangurrián, que la había tomao conmigo". De hecho, según decía, no tardó en demostrar que era inocente, y para el alegato que arrancó el perdón de su torquemada contó con el apoyo de su querido Miguel, su hermano pequeño, del que siempre habló con cariño y añoranza. Y aunque siempre dudé de la veracidad absoluta de la historia, tan propenso como era él a la exageración cuando de hablar de sí mismo se trataba, la escuché con atención todas y cada una de las veces que me la refirió: era la única forma de llegar a echar una ojeada al interior de su espesa coraza.
Paco "El Cochero" todavía vive, pero hace ya bastante tiempo que dejó de ser Paco "El Cochero" -al menos, el Paco "El Cochero" que yo he conocido-. Se trata esta de una última etapa brumosa en la que, sin embargo, terco, como siempre, se resiste a irse del todo. Yo, de hecho, sé cómo invocarlo. Me coloco a su lado, me acerco ligeramente a su oído derecho y, de forma decidida, le digo, a pesar de que suele ser mentira: "Abuelo, hoy hay fútbol". Al momento, aun casi ciego y casi sordo, gira de forma instintiva la cabeza hacia la tele y, con la cara iluminada como la de un niño el día de su cumpleaños, pregunta: "¿Quién juega?" Y yo juro que, por un segundo, vuelvo a ver en su gesto un destello de Paco "El Cochero". Lo que en esos escasos segundos pasa por su cabeza sólo él lo sabe y con él se irá. A mí me gusta pensar que, quizás, callado y quieto, comienza a repasar mentalmente las mil y una jugadas que sus retinas han ido registrando en su memoria a lo largo de ocho décadas de partidos y más partidos, los goles inolvidables en color y en blanco y negro, las alegrías y las penas de incontables horas de transistor balompédico y puede que también el último partido que allí, en el salón, vio sentado junto a su nieto.