Normalmente tengo poco tiempo
para escuchar la radio, así que hace ya mucho establecí una rutina
estricta para determinar qué partes del día dedicaría a ello. No me rompí el cerebro para decidirlo: yo escucho la radio, como cualquier español de
casi treinta para arriba que escucha la radio, antes de acostarme por la noche y
después de levantarme por la mañana. Podría decirse, en base a esto, que encajo
en el esquema; no obstante, como cada cual tiene lo suyo, a este cuasi axioma
que respeta el aficionado a las ondas, añado mi particular manía: además de
antes de acostarme por la noche y después de levantarme por la mañana, yo escucho
la radio cuando saco al perro solo. Si se cumple esta circunstancia -estar solo-, me gusta hacerlo a una hora diferente a la que todos los que sacan al
perro solos consideran que es la hora apropiada para sacar al perro. Es decir,
si lo voy a sacar solo, me gusta sacarlo solo, me gusta estar solo, y evitar,
en la medida de lo posible, encontrarme con otra persona que se encuentre
sacando al perro sola. Y es que, cuando esto ocurre, ambos nos vemos abocados a
cumplir con el ridículo proceder de constatar de boca lo graciosos que se
muestran los canes mientras estos se olisquean mutuamente el sexo y el conducto
anal. El hecho de ahorrarme esto, me permite, además, disfrutar al máximo de la
radio -y cuando digo radio quiero decir cualquier podcast- sin interrupciones.
En
muchas de estas ocasiones -la mayoría- elegí escuchar alguna de las ‘Historias de medianoche’ de
Chicho Ibáñez Serrador, especialista en lanzar suculentos anzuelos al oyente. Joey lo sabe bien. Él de radio no entiende,
pero estoy convencido de que nota la diferencia entre los paseos en los que voy
escuchando algún podcast y los que no. Cuando es que sí, me abstraigo tanto que
se aprovecha para ir casi a su aire: los tirones que le pego si levanta la pata en una
esquina son menos contundentes, no trato de calmar su afán homicida cuando se encuentra con otro macho alfa y dejo que me lleve por calles que no atravesaba desde hacía años para descubrir nuevos y golosos pipicanes. Como ya no me quedaban nuevas de esas
historias de Chicho por escuchar, hace poco me dediqué a buscar alternativas hasta
que di con la sección ‘Grandes entrevistas’, de ‘Podium podcast’, al que suelo
acudir a menudo. Gracias a ello he descubierto, por ejemplo, al mejicano
Carlos Fuentes y su particular defensa de la mancha en los idiomas. Pero,
además, he escuchado a Umbral, a Baroja y a Matute, de los que, como ya los
había leído pero no los había escuchado, me chocó al principio su manera de
expresarse, nada elevada, sino del todo sencilla -que no simple-, una reacción completamente ingenua, porque uno debería ser consciente de que los literatos
no hablan como escriben -igual que, de seguro, los magníficos periodistas
radiofónicos de antaño no escribían como hablaban, y ni siquiera hablaban como
hablaban delante del micro-, pero inevitable, pienso yo. Por ejemplo, después
de leer ‘El árbol de la ciencia’ parece complicado imaginar al Pío Baroja de
1955, con 82 años, que responde parsimonioso y, por momentos, algo displicente,
las preguntas del periodista de turno desde el sillón de su casa en el barrio
navarro de Alzate. La imagen que se hace uno de Don Pío, que muestra interés más
bien por poco, por no decir por nada, durante la entrevista, no se corresponde
con la que, en principio, se supone que ha de acompañar a una persona de pluma
ilustre. Y es que, claro, resulta muy fácil imaginarse a Gil de Biedma, por
ejemplo, seduciendo al oído, pero cuesta pensar en él gritándole al podólogo “hostia
puta, cómo duele” mientras le cortan la uña del dedo gordo, que le tiene frito
porque se le hinca. Cuando se mira así el asunto, se llega a la conclusión de
que querer apartar a los literatos de su lado cotidiano es más bien estúpido.
Reflexiona al
respecto Carlos Mayoral en una entrevista para ‘El español’. A la pregunta sobre qué buscaba con la publicación de su penúltimo libro, ‘Empiezo a creer
que es mentira’ (Círculo de tiza), en el que reúne anécdotas literarias y
experiencias propias, el escritor responde que le molesta el “estigma” que hay sobre
los autores clásicos, a los que “nadie quiere enfrentarse porque los considera
aburridos”. Según Mayoral, el motivo de ello es que sus obras se convierten en lecturas obligadas en la
secundaria, cuando aún la mayoría de la chavalería está más pendiente de tener gomina suficiente
en casa para peinarse el hiperbólico tupé al día siguiente que de otra cosa. “Mi intención”, sentencia el madrileño en este sentido, “es despojarlos [a los
clásicos] un poco de ese aura solemne, ponerles vaqueros”. Yo no me quedaría
tan corto como él y, a los clásicos, sumaría los escritores de los siglos
posteriores. Porque al don Pío de la entrevista, si bien no en vaqueros, me lo
imagino encogido en la mesa camilla y con pantuflas. Quizás también -por qué
no- pidiendo un vaso de la botella de Johnnie Walker que, como precisamente
cuenta Mayoral en su libro, le había regalado Hemingway: “Qué bueno el
güiscazo, coño”. ¿Y a Borges? ¿A Borges por qué soy incapaz de verlo así?
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Pío Baroja. Fotografía: El País |
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