Sábado.
18:37
Mediados de 1981 en el mítico gimnasio Mighty Mick's Boxing de Filadelfia. Rocky Balboa, cara amoratada y semblante triste, llora en la penumbra la muerte de su amigo y entrenador Mickey, otrora dueño del local, y la pérdida de su cinturón de campeón de los pesos pesados a manos -a puños- del salvaje y vocinglero Clubber Lang. De la oscuridad surge la silueta de un hombre imponente. Viste amplia gabardina y traje a medida que, sin embargo, le asfixia, porque sólo se siente -se sentía- realizado luciendo su exótica musculatura y llevando los guantes sobre el ring. Se trata del exboxeador Apollo Creed, a quien Balboa arrebató el título cinco años atrás. "Tú has perdido esa pelea por algo elemental: por falta de agresividad. Cuando tú y yo peleamos tu mirada era la de un tigre, una auténtica fiera", le dice al compungido Rocky.
Podrá decirse de él que su control de balón no seduce, que cuando conduce la bola parece un rinoceronte más que un futbolista y que hace la guerra por su cuenta más de lo que debiera, pero Mariano Díaz tiene la mirada de tigre. Es un felino salvaje, un bombardero, una batería en una orquesta de violines, el rock and roll del Real Madrid. En un equipo falto de gol y de ruido en el área rival, el hispanodominicano agarra el esférico y lo defiende con el mismo espíritu numantino con el que se ha aferrado a su ficha en la plantilla para emprender, se ponga quien se ponga delante, el único camino que conoce: el que lleva a la portería contraria. Porque tiene un cañón por pierna derecha, por su salto suicida y por su remate de testa inapelable, si un partido de fútbol es una guerra sobre el césped, yo siempre elijo a Mariano como miembro de mi batallón.
Foto: EFE.