domingo, 21 de julio de 2019

El ocaso del diez

           Si a principios de los años noventa, jarra tibia o copa aguada en mano, uno comenzaba a hablar de Maradona, los interlocutores de turno necesitaban dos segundos de pausa reflexiva -algo de lo que adolece, por regla general, el actual debate futbolístico- antes de aportar su punto de vista sobre el diez argentino. A pesar de que ya quedaba poco de cósmico en el barrilete, el mito se encontraba más inflado que nunca, por lo que, con el muerto aún caliente, debía ser harto complicado abordar el tema. Había que hacerlo con sumo cuidado, procurando, por un lado, no dejar detalle alguno en la recámara y, por otro, no herir la sensibilidad de ningún parroquiano de paladar sensible, y eso, tratándose de Maradona, resultaba poco menos que una odisea discursiva. A veces, la figura social y mediática de los futbolistas allende el estadio supera a la puramente balompédica, pero en el caso del Diego ese fenómeno se quedaba corto. A partir de la década anterior, Diego Armando Maradona empezó a ser para Argentina lo que William Wallace es para Escocia. La comparación puede parecer exagerada y hasta yo mismo he llegado a cuestionar su sentido, pero, si cierro los ojos y recuerdo a Maradona, enfundada la albiceleste, avanzando sin miedo en la ochentera pradera mejicana, embistiendo y deshaciéndose de todo aquel adversario inglés que iba saliendo al paso, y liderando la rabia de un país entero herido casi de muerte desde el conflicto de las Malvinas, no puedo evitar -y no niego la influencia decisiva de la cinematografía- que venga a mí también la imagen de Wallace, el rostro tintado de azul y blanco, haciendo lo propio cerca de setecientos años antes en tierras británicas y a lomos de su caballo, en representación del sentimiento patrio y las ansias de libertad de su gente. En ambos casos, nadie se había atrevido antes a enfundarse el traje de caudillo audaz para emprender un desafío de esa magnitud. Por ello, aunque recién iniciada la última década del siglo pasado Maradona era menos ágil, menos sinvergüenza y, no ya menos pragmático porque pocas veces lo fue, pero sí menos efectivo que durante los ochenta -flirteo con la coca mediante-, el mero hecho de verlo atravesar el túnel de vestuarios para acceder al campo antes de disputar un partido cualquiera -esto es, el ser consciente tan sólo de que ahí estaba e iba a estar- generaba una clase de estremecimiento sólo comparable al que de seguro causó gritar el nombre del difunto William Wallace justo antes de que diera comienzo la batalla de Bannockburn. Tan intenso era el eco de la idolatría enferma que le profesaba el mundo del fútbol, que su efecto llegaba rebotado al campo e hipnotizaba, sin remedio, al resto de veintiún futbolistas en el verde. Cuando los tacos de sus botas entraban en contacto con la cuidada hierba, cuando controlaba cualquier balón, era inevitable que al hincha napolitano y al argentino les invadiera la esperanza, que los compañeros se creyeran cien veces mejores futbolistas y que las piernas de los rivales comenzaran a ejecutar el baile del tembleque: si ya lo hizo una vez lo imposible, ¿por qué ese día no iba a poder repetirlo?

El analista y el aficionado al fútbol, que constantemente tienden a la exageración y a la mitificación apresurada, no tardaron en aludir a lo divino para definir a Maradona –“es Dios, no hay más, nadie puede hacer lo que él hace sin estar tocado por la gracia celestial”-, y la cuestión es que, durante un tiempo, los hechos invitaron, cuando menos, a tener aquello en cuenta de forma seria. Si Maradona decía que iba a hacer cuatro goles, los hacía; si era necesario que se echara el equipo a la espalda, su espalda se agrandaba hasta casi eclipsar en tamaño a la pampa argentina; cuando se propuso ganar un Mundial, hizo tambalear los cimientos del fútbol como deporte de equipo. Por eso, detenerse en el análisis de las circunstancias meramente futbolísticas para entender por qué la dimensión de la figura maradoniana sobrepasó los límites del universo deportivo sería demasiado bobo, demasiado simple. Desengáñate: Maradona no fue un dios, no, pero tampoco un jugador de fútbol. O, más bien, el hecho de que fuera jugador de fútbol es una simple anécdota, una suerte de McGuffin, un argumento concreto con el que dar forma a una idea, a un concepto. Si hubiera sido zapatero, habría desarrollado un pionero y revolucionario método de remendado de suelas; si se hubiera dedicado a la política, se habría convertido en el legislador más relevante de la historia -aunque ello hubiera provocado de forma irremediable el estallido de la Tercera Guerra Mundial-. Por tanto, para explicar el fenómeno es necesario tener en cuenta un elemento transversal: la pasión titánica que complementaba su calidad fuera de lo ordinario. Determinar si fue primero el huevo o la gallina resulta muy difícil, si no imposible, pero el quid de la cuestión es otro. Lo importante del caso es que la una no hubiera existido sin la otra, y que la otra se hubiera empequeñecido sin la una. Porque sí, Maradona gozaba de la técnica necesaria en el 86 para conducir la bola sin despegarla del pie izquierdo esquivando a todo un equipo cuartofinalista de un Mundial y soltarla una vez que el gol era ya la única opción posible, pero, ¿se habría atrevido a emprender su ilustre cabalgada  sin el empuje de su sangre hirviente, su confianza y su arrojo?

Con el tiempo, una vez habituado al éxito y a la ausencia de reproches, Maradona no pudo evitar que su pasión acabara muriendo de gula y retoñando en forma de egolatría, de soberbia –“soy como Dios y Dios es como yo”-, y esa circunstancia -inevitable, si se tiene en cuenta que fue el primer futbolista de la historia en haber de enfrentarse a una presión mediática de tales proporciones- fue la que provocó la ruptura del equilibrio entre técnica y bizarría, que se asentaba precisamente en el aspecto fundamental que distingue a dioses y humanos: la mortalidad. El Diego podía haber seguido peleando por mantenerse en plena forma durante varios años más si se hubiera cuidado lo suficiente, pero su soberbia disparada, que había dormitado desde su nacimiento, y que, una vez convertido el diez en ídolo, acabó por deglutir el cerco que la mantenía enjaulada, le llevó a creer que a él nada podía hacerle daño –“soy tan grande como Dios, él es del mismo tamaño que yo, no está por encima de mí ni yo estoy por debajo de él”-.

El descalabro fue de proporciones ciclópeas. Con su físico mermado, el Pelusa pasó de poder hacer cualquier cosa a encontrar barreras en su propio cuerpo, a descubrir que el obstáculo era él mismo, algo que siempre se negó a aceptar. Durante su mejor etapa deportiva, era habitual verle bajar para recibir el balón hasta el centro del campo, mucho más lejos de la zona en la que era verdaderamente determinante, por dos razones: la primera, que no soportaba estar más de un segundo sin tocar el esférico; la segunda, que se sentía en la obligación de demostrar en cada partido que las maravillas que contaban de él en todo el mundo eran ciertas, lo cual le llevaba a querer ejercer de líder no sólo desde el corazón, sino también desde el césped comandando siempre la jugada. Sin embargo, cuando su arte comenzó a sucumbir a la falta de brío, a la pesadez de piernas, no sólo no aprendió a dosificarse para estar fresco en tres cuartos de cancha, sino que su juego, además de perder, por tanto, efectividad, pasó a responder, en muchos casos, a un afán de exhibición, quién sabe si también de reivindicación –“miren, miren todos, aún soy capaz de hacer esto con el meñique zurdo”-. Incapaz de sortear rivales como antes, comenzó a practicar con mayor asiduidad su juego al primer toque, pero no siempre lo hacía porque la jugada lo demandara, sino también porque quería continuar demostrando -a todo el mundo, a sí mismo- que nadie mejor que él seguía sabiendo tocar de primeras. Algo parecido comenzó a ocurrir con sus aperturas a ambos flancos, sobre todo al izquierdo, aspecto en el que la falta de precisión provocada por la pérdida de mecha física se hacía más evidente. Recuerda, si no, al bueno de Mac Allister corriendo en vano por la banda para intentar alcanzar un balón al hueco de Maradona demasiado largo. Una vez. Y otra. Y otra. Y, a pesar de ello, siguió sin recibir reproche alguno, porque allí, dentro de la cancha, nunca le fallaron ni dejó de ser el líder indiscutible que todo ejército necesita. De fondo, el eco de una gesta histórica sin precedentes, la esperanza de que la repitiera quien aquella vez la hizo posible. Baste recordar una escena para demostrarlo: noviembre de 1993, justo tras finalizar el encuentro decisivo de la repesca entre Argentina y Australia para concurrir al Mundial del 94. Basile había recuperado al Diego para la causa albiceleste con la idea de que este aportara al grupo el plus que necesitaba en pos de la clasificación, y, con él en el campo, se logró un racanísimo billete a la Copa del Mundo -centro medido suyo a la cabeza de Balbo para hacer el tanto de la ida en tierras australianas incluido-. El conjunto contaba con toros bravos como Ruggeri, Batigol y el Cholo, y a estos se unían nombres como el de Goycoechea, el del mencionado Balbo, el de Redondo y el del propio Mac Allister, pero, con Maradona en el campo, quién más vistiera la camiseta argentina importaba poco o nada. Y ello a pesar de haber sido el último en incorporarse al nuevo grupo. De hecho, después de los noventa minutos, los medios no buscaron a otro más que a él, y mientras atendía a los periodistas, uno por uno, todos sus compañeros se fueron acercando para fundirse en un abrazo, no sólo con el que era su capitán, sino, para muchos, su indiscutible ídolo de niñez.

Por eso -además de por las cuestiones relativas al descenso de su rendimiento- acabó sus días como futbolista en Argentina, donde él siempre halló refugio entre los suyos: los hermanos de zamarra, el pueblo; no así entre los trajeados caudillos de los despachos -hay que escuchar el testimonio de Ruggeri sobre la traición de Grondona en el Mundial del 94-, ni siquiera en Nápoles, donde, tras su suspensión por el positivo por coca, todo el mundo le retiró su apoyo, que más de uno le había brindado, de seguro, con intereses leoninos. Y es que, al final, si se piensa bien, Maradona nunca dejó de ser el mismo pibe descarado y cercano que salió de Villa Fiorito. Aún lo sigue siendo. Y esa suerte de ingenuidad, de inclinación a partirse continuamente la cara, le llevó, quizás, a la larga, a convertirse en víctima de sí mismo, del mismo modo que siempre fue un prisionero del gol del 86. De hecho, precisamente de espontaneidad habla el relato de Valdano sobre la jugada del siglo. “Te buscaba a ti todo el rato”, contó Jorgito que le reveló Maradona tiempo después, “pero no paraban de salirme ingleses que me impedían pasarla”. ¿Quiere decir eso que el Pelusa no tenía en sus planes ser un héroe aquel día? ¿Que “la jugada de todos los tiempos” fue fruto de una de las miles casualidades que tienen lugar durante un partido de fútbol? De ser así, ¿no vendría esto sino a confirmar que el Maradona ochentero era imparable porque no vivía aún del narcisismo? El genio, cuando aún no es consciente de sus facultades fuera de lo común, es capaz de obrar genialidades sin apenas darse cuenta al mismo ritmo que el churrero fríe churros. En cuanto Maradona supo todo lo que podía conseguir fuera del terreno de juego gracias a lo que sabía hacer dentro del mismo, la lámpara mágica comenzó su proceso de oxidación. Así, primero llegó el fin como futbolista y, más tarde, como personaje mediático.

No obstante, tanto tiempo después, es irremediable quedarse sólo con la parte buena. Así es el fútbol. Uno sabe que sus problemas cotidianos no van a resolverse si gana su equipo, pero es necesario tener algo ajeno a lo que aferrarse para que la vida sea un poco más amable, algo de lo que presumir -cuando a veces se tiene tan poco-, aunque sea tan absurdo como que el mejor jugador de fútbol de la historia es tu compatriota y que juntos, cada uno desempeñando su papel, él en el campo, tú animando desde la tele del bar o de casa -ni siquiera desde el estadio-, ganasteis para Argentina una Copa del Mundo en el año 86.

Para explicar esto, siempre que surge ahora la conversación sobre Maradona en bares y tabernas, acabo recurriendo a la misma historia. Manolo Lama cuenta que, durante cierta estancia en Argentina allá por los ochenta, aprovechó un viaje en taxi para, curioso, preguntarle al conductor quién era, en su opinión, el mejor futbolista del mundo. Este, sin meditar apenas, respondió que Matthäus: “Ataca, defiende, patea al arco con las dos piernas”. “¿Matthäus?” -el sorprendido Lama no podía creer que un argentino se hubiera inclinado por el alemán- “¿Y Maradona?” El taxista, ciertamente dolido, se revolvió y espetó: “Vos me preguntaste por el mejor futbolista del mundo. Maradona es Dios”.