El analista y el aficionado al fútbol, que
constantemente tienden a la exageración y a la mitificación apresurada, no
tardaron en aludir a lo divino para definir a Maradona –“es Dios, no hay más,
nadie puede hacer lo que él hace sin estar tocado por la gracia celestial”-, y
la cuestión es que, durante un tiempo, los hechos invitaron, cuando menos, a
tener aquello en cuenta de forma seria. Si Maradona decía que iba a hacer
cuatro goles, los hacía; si era necesario que se echara el equipo a la espalda,
su espalda se agrandaba hasta casi eclipsar en tamaño a la pampa argentina;
cuando se propuso ganar un Mundial, hizo tambalear los cimientos del fútbol
como deporte de equipo. Por eso, detenerse en el análisis de las circunstancias
meramente futbolísticas para entender por qué la dimensión de la figura
maradoniana sobrepasó los límites del universo deportivo sería demasiado bobo,
demasiado simple. Desengáñate: Maradona no fue un dios, no, pero tampoco un
jugador de fútbol. O, más bien, el hecho de que fuera jugador de fútbol es una
simple anécdota, una suerte de McGuffin, un argumento concreto con el que dar
forma a una idea, a un concepto. Si hubiera sido zapatero, habría desarrollado
un pionero y revolucionario método de remendado de suelas; si se hubiera
dedicado a la política, se habría convertido en el legislador más relevante de
la historia -aunque ello hubiera provocado de forma irremediable el estallido
de la Tercera Guerra Mundial-. Por tanto, para explicar el fenómeno es
necesario tener en cuenta un elemento transversal: la pasión titánica que
complementaba su calidad fuera de lo ordinario. Determinar si fue primero el
huevo o la gallina resulta muy difícil, si no imposible, pero el quid de la
cuestión es otro. Lo importante del caso es que la una no hubiera existido sin
la otra, y que la otra se hubiera empequeñecido sin la una. Porque sí, Maradona
gozaba de la técnica necesaria en el 86 para conducir la bola sin despegarla
del pie izquierdo esquivando a todo un equipo cuartofinalista de un Mundial y soltarla
una vez que el gol era ya la única opción posible, pero, ¿se habría atrevido a
emprender su ilustre cabalgada sin el
empuje de su sangre hirviente, su confianza y su arrojo?
Con el tiempo, una vez habituado al éxito y a la
ausencia de reproches, Maradona no pudo evitar que su pasión acabara muriendo
de gula y retoñando en forma de egolatría, de soberbia –“soy como Dios y Dios
es como yo”-, y esa circunstancia -inevitable, si se tiene en cuenta que fue el
primer futbolista de la historia en haber de enfrentarse a una presión
mediática de tales proporciones- fue la que provocó la ruptura del equilibrio
entre técnica y bizarría, que se asentaba precisamente en el aspecto
fundamental que distingue a dioses y humanos: la mortalidad. El Diego podía
haber seguido peleando por mantenerse en plena forma durante varios años más si
se hubiera cuidado lo suficiente, pero su soberbia disparada, que había
dormitado desde su nacimiento, y que, una vez convertido el diez en ídolo,
acabó por deglutir el cerco que la mantenía enjaulada, le llevó a creer que a
él nada podía hacerle daño –“soy tan grande como Dios, él es del mismo tamaño
que yo, no está por encima de mí ni yo estoy por debajo de él”-.
El descalabro fue de proporciones ciclópeas. Con su
físico mermado, el Pelusa pasó de poder hacer cualquier cosa a encontrar
barreras en su propio cuerpo, a descubrir que el obstáculo era él mismo, algo
que siempre se negó a aceptar. Durante su mejor etapa deportiva, era habitual
verle bajar para recibir el balón hasta el centro del campo, mucho más lejos de
la zona en la que era verdaderamente determinante, por dos razones: la primera,
que no soportaba estar más de un segundo sin tocar el esférico; la segunda, que
se sentía en la obligación de demostrar en cada partido que las maravillas que
contaban de él en todo el mundo eran ciertas, lo cual le llevaba a querer
ejercer de líder no sólo desde el corazón, sino también desde el césped
comandando siempre la jugada. Sin embargo, cuando su arte comenzó a sucumbir a
la falta de brío, a la pesadez de piernas, no sólo no aprendió a dosificarse
para estar fresco en tres cuartos de cancha, sino que su juego, además de
perder, por tanto, efectividad, pasó a responder, en muchos casos, a un afán de
exhibición, quién sabe si también de reivindicación –“miren, miren todos, aún
soy capaz de hacer esto con el meñique zurdo”-. Incapaz de sortear rivales como
antes, comenzó a practicar con mayor asiduidad su juego al primer toque, pero
no siempre lo hacía porque la jugada lo demandara, sino también porque quería
continuar demostrando -a todo el mundo, a sí mismo- que nadie mejor que él
seguía sabiendo tocar de primeras. Algo parecido comenzó a ocurrir con sus
aperturas a ambos flancos, sobre todo al izquierdo, aspecto en el que la falta
de precisión provocada por la pérdida de mecha física se hacía más evidente.
Recuerda, si no, al bueno de Mac Allister corriendo en vano por la banda para
intentar alcanzar un balón al hueco de Maradona demasiado largo. Una vez. Y
otra. Y otra. Y, a pesar de ello, siguió sin recibir reproche alguno, porque
allí, dentro de la cancha, nunca le fallaron ni dejó de ser el líder
indiscutible que todo ejército necesita. De fondo, el eco de una gesta
histórica sin precedentes, la esperanza de que la repitiera quien aquella vez
la hizo posible. Baste recordar una escena para demostrarlo: noviembre de 1993,
justo tras finalizar el encuentro decisivo de la repesca entre Argentina y
Australia para concurrir al Mundial del 94. Basile había recuperado al Diego
para la causa albiceleste con la idea de que este aportara al grupo el plus que
necesitaba en pos de la clasificación, y, con él en el campo, se logró un
racanísimo billete a la Copa del Mundo -centro medido suyo a la cabeza de Balbo
para hacer el tanto de la ida en tierras australianas incluido-. El conjunto
contaba con toros bravos como Ruggeri, Batigol y el Cholo, y a estos se unían
nombres como el de Goycoechea, el del mencionado Balbo, el de Redondo y el del
propio Mac Allister, pero, con Maradona en el campo, quién más vistiera la
camiseta argentina importaba poco o nada. Y ello a pesar de haber sido el
último en incorporarse al nuevo grupo. De hecho, después de los noventa
minutos, los medios no buscaron a otro más que a él, y mientras atendía a los
periodistas, uno por uno, todos sus compañeros se fueron acercando para
fundirse en un abrazo, no sólo con el que era su capitán, sino, para muchos, su
indiscutible ídolo de niñez.
Por eso -además de por las cuestiones relativas al
descenso de su rendimiento- acabó sus días como futbolista en Argentina, donde
él siempre halló refugio entre los suyos: los hermanos de zamarra, el pueblo;
no así entre los trajeados caudillos de los despachos -hay que escuchar el
testimonio de Ruggeri sobre la traición de Grondona en el Mundial del 94-, ni
siquiera en Nápoles, donde, tras su suspensión por el positivo por coca, todo
el mundo le retiró su apoyo, que más de uno le había brindado, de seguro, con
intereses leoninos. Y es que, al final, si se piensa bien, Maradona nunca dejó
de ser el mismo pibe descarado y cercano que salió de Villa Fiorito. Aún lo
sigue siendo. Y esa suerte de ingenuidad, de inclinación a partirse
continuamente la cara, le llevó, quizás, a la larga, a convertirse en víctima
de sí mismo, del mismo modo que siempre fue un prisionero del gol del 86. De
hecho, precisamente de espontaneidad habla el relato de Valdano sobre la jugada
del siglo. “Te buscaba a ti todo el rato”, contó Jorgito que le reveló Maradona
tiempo después, “pero no paraban de salirme ingleses que me impedían pasarla”.
¿Quiere decir eso que el Pelusa no tenía en sus planes ser un héroe aquel día?
¿Que “la jugada de todos los tiempos” fue fruto de una de las miles
casualidades que tienen lugar durante un partido de fútbol? De ser así, ¿no
vendría esto sino a confirmar que el Maradona ochentero era imparable porque no
vivía aún del narcisismo? El genio, cuando aún no es consciente de sus
facultades fuera de lo común, es capaz de obrar genialidades sin apenas darse
cuenta al mismo ritmo que el churrero fríe churros. En cuanto Maradona supo
todo lo que podía conseguir fuera del terreno de juego gracias a lo que sabía
hacer dentro del mismo, la lámpara mágica comenzó su proceso de oxidación. Así,
primero llegó el fin como futbolista y, más tarde, como personaje mediático.
No obstante, tanto tiempo después, es irremediable
quedarse sólo con la parte buena. Así es el fútbol. Uno sabe que sus problemas
cotidianos no van a resolverse si gana su equipo, pero es necesario tener algo
ajeno a lo que aferrarse para que la vida sea un poco más amable, algo de lo
que presumir -cuando a veces se tiene tan poco-, aunque sea tan absurdo como
que el mejor jugador de fútbol de la historia es tu compatriota y que juntos,
cada uno desempeñando su papel, él en el campo, tú animando desde la tele del
bar o de casa -ni siquiera desde el estadio-, ganasteis para Argentina una Copa
del Mundo en el año 86.
Para explicar esto, siempre que surge ahora la
conversación sobre Maradona en bares y tabernas, acabo recurriendo a la misma
historia. Manolo Lama cuenta que, durante cierta estancia en Argentina allá por
los ochenta, aprovechó un viaje en taxi para, curioso, preguntarle al conductor
quién era, en su opinión, el mejor futbolista del mundo. Este, sin meditar
apenas, respondió que Matthäus: “Ataca, defiende, patea al arco con las dos
piernas”. “¿Matthäus?” -el sorprendido Lama no podía creer que un argentino se
hubiera inclinado por el alemán- “¿Y Maradona?” El taxista, ciertamente dolido,
se revolvió y espetó: “Vos me preguntaste por el mejor futbolista del mundo.
Maradona es Dios”.