“[…]
Viendo
que Holmes estaba demasiado abstraído para conversar, yo había echado a un lado
el insulso periódico y, reclinándome en el sillón, me sumí en profundas
meditaciones. De pronto la voz de mi acompañante interrumpió el curso de mis
pensamientos:
-Lleva
usted razón, Watson. Parece una forma absurda de dirimir una disputa.
-¡De
lo más absurda! -exclamé, y, de pronto, comprendiendo que Holmes se había hecho
eco del pensamiento más íntimo de mi alma, me incorporé del sillón y le miré
perplejo- ¿Cómo es eso, Holmes? -grité- Supera todo cuanto pudiera haber
imaginado.
[…]
-Tal
vez no llegara a expresarlo en palabras, mi querido Watson, pero lo hizo sin
duda con las cejas”.
Y no
sólo con las cejas, sino también con los ojos, tal y como indica poco después el
propio Holmes, que añade: “Las facciones le han sido dadas al hombre para poder
expresar sus emociones, y las suyas cumplen ese cometido fielmente”. Acto
seguido, explica cómo ha logrado seguir el hilo de pensamientos de su amigo tan
sólo fijándose en sus gestos. Y Watson, claro, boquiabierto: “Ahora que me lo
ha aclarado usted, confieso seguir tan asombrado como antes”, dice.
La
escena, en lo que se refiere a la estructura narrativa del relato, cumple una
función simple: tan sólo sirve de introducción a la trama. ¿Por qué merece la
pena rescatarla entonces? Fundamentalmente, por dos motivos. El primero, que
demuestra que a Conan Doyle le influyó de manera decisiva la lectura de la
trilogía del Dupin de Poe para crear y moldear al detective consultor británico,
puesto que el episodio no es sino una mera copia, si bien lo dejaremos en
necesario homenaje, de lo que se narra en los párrafos iniciales de ‘Los
crímenes de la rue Morgue’, de 1841, con el propio Chevalier Auguste Dupin y su
compañero anónimo como protagonistas -“Recuerde usted que hace algún tiempo le
leí el pasaje de uno de los relatos de Poe…”, llega a poner el autor escocés en
boca de su excéntrico personaje-; el segundo, que revela el pilar que sostiene
el método deductivo de Holmes: la observación. Así queda patente en ‘La
aventura del hombre jorobado’, publicado también aquel año, pero en julio, y en
la misma revista, como de costumbre. En este relato, cuando Watson, maravillado
tras una de las exhibiciones deductivas de su amigo, exclama un cargado de
admiración “excelente” -lo de debatir acerca de la presunta zalamería queda
reservado a los más chismosos-, el detective consultor, para restarle
importancia al asunto, le corrige diciendo: “Elemental” -no el apócrifo “elemental,
mi querido tal", sino "elemental”, a secas-, a lo cual añade: “Se
trata de uno de esos casos en los que la persona que los plantea puede producir
un efecto que parezca extraordinario a su vecino, sólo porque a este último se
le ha escapado precisamente ese puntito que es la base de la deducción”. Cualquiera
diría que banaliza Holmes aquí su método, que lo reduce prácticamente a la
anécdota, aunque su pretensión, realmente, es otra: dejar claro que sus
cualidades no son sobrenaturales. “¿Cuál es la diferencia entre tú y yo? Que tú
no te has fijado en lo que había que fijarse y yo sí”, parece decirle a Watson.
Tan práctico y, a la vez, tan difícil de asumir. Práctico porque no hay nada
más sencillo que observar con atención el entorno para encontrar en el menor
tiempo posible lo que se busca, difícil de asumir porque todo lo práctico
tiende a subestimarse en la misma medida en la que genera desconfianza. ¿O es
que cuando resolvemos de forma rápida un rompecabezas no dudamos de que esté
bien resuelto? Al enfrentarnos a un problema ansiamos que la solución se
encuentre a la altura de las expectativas que su aparente complejidad sugiere,
y ello nos hace olvidar que el verdadero quid de la cuestión es hallar la respuesta
correcta, no la más alambicada. Sin embargo, esto no justificaba por qué Holmes
era prácticamente siempre el que se llevaba la palma a la hora de afrontar
tales retos. Para hacerlo, Conan Doyle tampoco recurrió a ningún deus ex
machina, sino que se limitó a dotar a su personaje de una agilidad mental
envidiable de la que este -y he aquí otra de las claves del asunto- era
plenamente consciente. Eso sí, a pesar de lo útil que resultaba dicha cualidad,
el detective consultor sólo ponía en juego todo su potencial si se enfrentaba a
un desafío de altura. Guy Ritchie utilizó su clásica y vertiginosa sucesión de planos
-un recurso propio que, desde ‘Lock & Stock’ (1998), ha explotado hasta el
aburrimiento- para representar la esencia de ese don en sus -libres-
adaptaciones cinematográficas de las aventuras de Holmes. Apenas unos segundos de
metraje le bastan para mostrar cómo el personaje interpretado por Robert Downey
Jr., con orden, con exactitud y, sobre todo, velozmente, analiza el entorno y
plantea todas las consecuencias posibles de los movimientos que pretende
ejecutar para resolver un enigma o salir airoso de un apuro. No obstante, una
vez consumada la acción el espectador comprueba que, en realidad, al personaje
le ha llevado aún menos tiempo, poco más de una milésima de segundo, completar
ese estudio previo.
Inmerso
en esta clase de cavilaciones me encontraba yo -no es mentira- mientras veía,
hace ya algunos años, un partido del Real Madrid cuyo alto grado de sosería
invitaba al despertar de severos trastornos de déficit de atención. Estaba
sentado en mi sitio de siempre en el Francis, un bar menudo y familiar, un
refugio, un clásico de los que a Manuel Jabois le preocupa que se estén
convirtiendo en estadística -el Francis ya pasó, de hecho, a mejor vida- y en
el que vi prácticamente todos los partidos del Madrid desde la 2002-2003 hasta
la 2009-2010. El encuentro concreto no lo recuerdo, tampoco el año, pero sí la
situación, que durante ese periodo se repitió en innumerables ocasiones. Seguro
que tú también te acuerdas. El Madrid caía por un gol y Guti recibía la bola.
El catorce intentaba una frivolidad, perdía la posesión y se mostraba indolente
a la hora de recuperarla. En ese momento, los parroquianos le colocaban a aquel
chuleta rubio la cara de su jefe, que había dicho que nanai a lo de cobrar las
horas extra, o la de su hijo, que no estudiaba todo lo que le hacía falta; de
ahí, ya comidos por la rabia, pasaban a pensar en lo de la comida sin sal, que
era la que tocaba porque el médico se había puesto serio, o quizás en lo de la de
la artritis, que ahora de nuevo venía apretando, para poner en práctica, por
último, el nobilísimo arte del insulto tarzanero, haciendo gala en ello de una
creatividad digna de envidia. Un minuto después, el esférico volvía a
Gutiérrez, pero, en esta ocasión, el final de la jugada era bien distinto.
En
esos momentos de desconcierto, de principio de caos, de agravamiento pasajero
de la depresión blanca permanente -ya dijo Solari que vive el Madrid en crisis
aun siendo campeón de Europa-, Guti, tras dominar el balón, aprovechaba para
hacer del rectángulo de juego un mapa de coordenadas, situar en el campo a
todos y cada uno de los rivales integrantes de las líneas defensivas, así como
a sus compañeros, hallar un hueco entre tanta pierna vigoréxica y calcular la
fuerza y el modo de golpeo adecuados para que el esférico atravesara tal
resquicio y llegara al ariete de turno, que ya estaba en una posición
privilegiada para marcar. Y lo hacía así porque no había nada más práctico que
aquello. A conseguir ese alto grado de funcionalidad futbolística contribuían
muchos factores, pero, sin duda, la verdadera clave del éxito residía en que
todo lo descrito tenía lugar en una fracción de tiempo imperceptible para los
demás -jugadores y público-, lo cual provocaba que los detalles que daban forma
al método de Guti -el puntito del que hablaba Holmes- pasaran desapercibidos
para cualquiera. Jamás el resto de la especie humana va a ser capaz de llegar a
imaginar siquiera todo el complejísimo proceso de observación que tenía lugar
en el palmo de césped que ocupaba José María Gutiérrez durante la pequeñísima
fracción de segundo en la que tenía controlado el balón en tres cuartos. Y, si
no podía verse, si no podía analizarse, ¿cómo iba a poder detenerse? Una vez
ejecutado el plan y materializado el tanto, las caras rojas por el lanzamiento
de improperios y rebuznos varios se volvían efigies boquiabiertas: “Lo que
acaba de hacer el rubio este”.
Guti
era Sherlock Holmes, no existe otra manera de explicarlo. La naturaleza tuvo
que transgredir sus propias leyes y decidir que había que dar vida a la
excéntrica, admirada y envidiada invención literaria, pero ejecutó el capricho
con mucho tino. Pudo haberle hecho político, cirujano o teniente coronel, pero
eligió que naciera futbolista porque, en el mundo del balompié, los genios,
como le ocurría a Holmes en la Inglaterra victoriana, son siempre unos rebeldes
sin causa, unos eternos incomprendidos. Y también como le ocurría a Holmes,
Guti aparecía cuando le apetecía aparecer. Lo hizo ante el Sevilla en una
imborrable noche de fútbol dominguero con un taconazo imposible a Zidane, lo
repitió un año después ante el equipo de Hispalisnopla -topónimo delnidiano-,
en un encuentro de victoria clave para que la inolvidable remontada en la
segunda liga de Capello fuera posteriormente un hecho, y lo demostró cuando
inventó el tacón de Dios en el área de Riazor ante Aranzubia, la jugada que ha
quedado como enseña del fútbol que practicaba.
A
pesar de esas cualidades, nunca llegó a asentarse como titular indiscutible, si
bien Del Bosque le probó en no se sabe cuántas posiciones para buscarle un
hueco en sus onces, y todos los entrenadores que vinieron después, igual que Scotland
Yard con Holmes, acabaron tirando de él en algún momento de la temporada para
salvar las castañas del fuego. En plena ebullición de la era galáctica, con
tanta deslumbrante estrella desfilando por el Bernabéu, el mismísimo Ronaldo
Nazario aseguró que Guti no estaba por debajo de ninguna de ellas, y Capello,
recién llegado a la casa blanca en el verano de 2006, en una época en la que se
hablaba de la presunta solidez defensiva de la que el italiano iba a conseguir dotar
al equipo tras los fichajes de Diarra y Emerson, dijo algo así como que iba a
tener que inventarse lo que fuera para que Guti encajara en el sistema. Él
aguantó el banquillo y las cansinas críticas -incluida la odiosa comparación
con Beckham, basada sólo en la coincidencia en el color del tinte- durante
quince temporadas y asumió su papel de eterno suplentón –“eterna promesa”, le
llamó un burlón Calderón- con madridismo y con paciencia, algo sólo posible -o
casi- en otras épocas. Me imagino el primer día de cada una de las pretemporadas
en las que un míster nuevo llegaba a Valdebebas, relamiéndose sólo de pensar en
el rico abanico de posibilidades tácticas que le ofrecía el plantel de
eminencias balompédicas, y se presentaba uno por uno a sus futbolistas. Tras
estrechar la mano de Guti, este debía de parafrasear al señor Lobo de ‘Pulp
fiction’, que también era un tipo práctico: “Hola, soy Jose. Soluciono
problemas”.