Escuchó
la canción por primera vez cuando jugaba para el alevín del equipo
semiaficionado del que su tío político ocupó la portería durante sus últimos
años de carrera. Recuerda bien que fue a través de la megafonía del modesto
estadio, pero no dónde exactamente, si sobre el césped, mientras calentaba de
manera previa a un partido, si en la grada, antes del inicio de un encuentro
cualquiera de domingo a las doce del primer equipo, si junto a la barra,
degustando la cola sin gas a la que le había invitado el prometedor míster, a
él, a sus compañeros, rodeados todos de jubilados con camisas a medio abotonar
que mostraban una desmaña supina a la hora de analizar la jornada de primera.
Nunca preguntó por el título, tampoco por el nombre del cantante, que debía ser
británico o americano, ni por el del compositor. Todo lo que sabía sobre ella
se limitaba al compás, cuatro por cuatro, tal y como le indicó tras una tarde
de partido su padre, maestro de música, después de haberle confesado él que la
clave de su doblete, de sus precisas conducciones, de su pam, pam, pam, de su
soberbia actuación, en definitiva, había residido en una canción, ha sido por
la canción papá, por la canción, qué canción, hijo, qué dices, la que ponen
siempre al principio y en el descanso, ah, esa, sí, esa, la tengo en mi cabeza,
papá, la escucho y no pienso nada más, ya solamente juego, solamente me libero,
cuatro por cuatro, hijo, cuatro por cuatro. Y en verdad era así en cada
partido: recorto, miro, amago, paso, me muevo, recibo, devuelvo de primeras,
controlo, quiebro, disparo, marco, y siempre al ritmo del pulso, del cuatro por
cuatro que no tenía fin durante los noventa minutos, durante los sesenta, los
cuarenta, los diez, los que le tocara jugar, recibo, protejo, aguanto, miro, la
doy al espacio por alto, gano la posición, controlo, disparo, marco, con la
misma fluidez con la que sonaba la canción, pam, pam, pam, pam. Siguió igual
cuando llegó al infantil de aquel equipo de barrio, también cuando lo llamaron
para formar parte de la selección provincial y cuando sus padres aceptaron la
propuesta del conjunto de la capital para que jugara en su cadete. Fue fiel a
su esencia cuando fichó por el juvenil de un club puntero de primera división y
también cuando debutó a los diecisiete en el equipo senior. En sus primeras
temporadas como profesional continuó dejándose llevar por el espíritu puro, por
la particular manera de vibrar de su sangre, igual que si fuera un caballo
desbocado, un pez pequeño entre tiburones, una nota avanzando con maestría de
un compás a otro, cuatro por cuatro, cuatro por cuatro, cuatro por cuatro, gol.
Intentó que las alabanzas no le distrajeran, luchó por que su fútbol
prevaleciera sobre cualquier aspecto que no estuviera directa e íntimamente
ligado a todo lo que ocurría sobre el césped, dámela, que yo resuelvo, pásamela
siempre en tres cuartos, los balones a mí, que me la juego, y era fácil,
reflejo, puro, sanguíneo, pam, pam, pam, pam. Se convirtió en el futbolista más
importante del equipo, logró vestir los colores de la selección nacional,
aprendió a ser pícaro, a desquiciar al rival aguantando el balón si su equipo
ganaba, a provocar amonestaciones, firmó por el conjunto más puntero del país,
experimentados entrenadores le enseñaron a pensar de manera práctica, a no
mirar siempre hacia la portería, a jugar en la vuelta con el resultado de la
ida, levantó La Orejona, recibió desorbitadas ofertas monetarias de otros
clubes, fue portada no sólo de diarios deportivos, sino de publicaciones de
toda índole, y poco a poco fue olvidando lo que le había hecho diferente hasta
llegar a ser uno más entre muchos. Saltaba al campo y no pedía la bola. Cuando
la recibía, miraba antes al luminoso que a sus compañeros para tener claro qué
hacer en función del resultado. Ya no había pensamiento rápido, ni ejecución
ligera, espontánea, veraz. Tener que adaptarse a los pormenores de cada partido
le había convertido en un burócrata, en un tahúr. Fue llamado para formar parte
del combinado nacional que acudió al Mundial por su bagaje, por el eco de una
luz que el seleccionador aún creía poder volver a encontrar en su rostro, en sus
piernas, no tanto por sus últimos méritos. El equipo empezó ganando con
facilidad, pasó a octavos, a cuartos, a semis, alcanzó la final, pero su papel
estaba siendo discreto. Empezó el partido crucial en el banquillo, como había
ocurrido en los anteriores encuentros. Desde la segunda fila contempló las
dificultades que sus compañeros estaban teniendo para imponerse al rival, ser
campeones y lograr que en el futuro sus nombres fueran recordados siempre. El
descanso llegó con el cero a cero inicial. Tras el pitido del colegiado, se
subió la cremallera de la chaqueta del chándal hasta cubrirse todo el cuello y
la boca, se levantó, indolente, cogió sus espinilleras y enfiló el túnel de
vestuarios. Entonces tuvo lugar el milagro. Empezó a escucharla de nuevo cuando
bajaba las escaleras; la reconoció tan sólo un segundo más tarde. Venía de lejos,
de bastante lejos, pero la sentía tan cerca, tan íntima, tan suya: se trataba
de la misma canción de intérprete y compositor ignorados, ahora a través de los
altavoces del estadio ciclópeo, el cuatro por cuatro alegre y diligente, es
esto, se dijo, es esto lo que había olvidado, esto lo que me faltaba, y de
repente recordó el estadio humilde, a sus amigos en el alevín del equipo de
pueblo, a su padre, cuatro por cuatro, hijo, cuatro por cuatro. Corrió hasta el
vestuario como poseído por el demonio: míster, méteme, méteme ya, méteme, que
ganamos, y el míster se dio cuenta, lo vio en seguida, en su cara, en sus
piernas, por lo que no tuvo duda. Saltó al campo sin prestar atención al cero a
cero; si hubieran ido perdiendo por cuatro, tampoco lo habría tenido en cuenta.
Pitó el árbitro. Se hizo el silencio en mitad de la vorágine. Sólo escuchaba
ahora su cabeza: controlo, protejo, oteo, abro a banda, busco el espacio, gano
la posición, de primeras remato, marco, sin pensar nada, tan sólo me dejo
llevar, me desmarco, recibo, con el control me oriento la bola, defino al
segundo palo, marco, pam, pam, pam, pam, era el ritmo frenético, era el baile
gentil, era la sangre borboteante, eran los necesarios elementos primarios
retoñados para conformar la simiente de la futura leyenda florecida que se
derramó durante cuarenta y cinco minutos sobre el verde.