lunes, 8 de octubre de 2018

Vox o el nuevo clocló del gallinero


El evidente crecimiento de Vox como formación política no es sino el reflejo de que la derecha sufre ya el mismo cáncer que ha debilitado a la izquierda durante tanto tiempo: la desunión fruto de un ejercicio de pluralidad malinterpretada. El último caso lo ha protagonizado la (ex)pepera Soraya, a la que se le llenó la boca hablando de arrimar el hombro en pleno proceso de primarias del partido, pero que, una vez asido el bastón de mando por Casado –quizás también de manera astuta al verse huérfana de la carantoña de los barones de la que sí disfrutó el nuevo líder-, abandonó el barco en menos de lo que tarda en decirse ‘cajabé’. Esto es, que el sentimiento de grupo –de partido- desaparece en cuanto uno o una ve que las cosas no se hacen como él o ella las haría. Una suerte de rabieta profunda en el patio del cole, un “pues yo entonces no juego”, vamos.

De manera parecida surgió Vox, precisamente, igual que lo hicieron dos organizaciones ya asentadas en el panorama político como Ciudadanos y Podemos, y también como les ocurrió a estas, le toca pasar por su etapa de euforia y principio de confirmación como alternativa. Y aunque ello suponga un avance en lo que se refiere a apuesta por la pluralidad, resulta peligroso, si hablamos de evolución intelectual, que la derecha ultraconservadora cobre popularidad y poder. Como en cualquier ámbito, los límites del respeto los marca la propia intolerancia, por lo que unos ideales que no contemplan libertad en cuanto a la capacidad de evolución y adaptación a los nuevos tiempos –anclados como se encuentran en la no tan extinta, según parece, era del bigote ibérico-, no pueden –no deberían- tener cabida en la sociedad moderna. Si viven ahora en España ese momento de euforia por el presunto germen de una nueva edad dorada es porque la táctica del aborregamiento ha terminado siendo exitosa, sólo que con un efecto tiroculatero, porque entre los damnificados empiezan a encontrarse ya los mismos que la pusieron en marcha, ¿o no existe ya la posibilidad real de que pierda el Partido Popular un considerable número de votos en las próximas elecciones generales en favor de los de Abascal, que se sumará al del conjunto de electores que se pasó del bando popular al de Rivera? Porque sí, hemos de hablar de votos perdidos y poner en duda la posibilidad de cualquier pacto electoral si tenemos en cuenta el rechazo que las políticas del PP suscitan entre los militantes voxistas y que precisamente en tal sentimiento se encuentra la esencia de su origen. Ante esta posible situación, y teniendo en cuenta los precedentes, no parece descabellado prever que el Congreso no sólo seguirá manteniendo su condición actual de gallinero, sino que, además, el ruido del cacareo aumentará hasta llegar al límite de lo democráticamente sufrible.

martes, 2 de octubre de 2018

Camino



Escuchó la canción por primera vez cuando jugaba para el alevín del equipo semiaficionado del que su tío político ocupó la portería durante sus últimos años de carrera. Recuerda bien que fue a través de la megafonía del modesto estadio, pero no dónde exactamente, si sobre el césped, mientras calentaba de manera previa a un partido, si en la grada, antes del inicio de un encuentro cualquiera de domingo a las doce del primer equipo, si junto a la barra, degustando la cola sin gas a la que le había invitado el prometedor míster, a él, a sus compañeros, rodeados todos de jubilados con camisas a medio abotonar que mostraban una desmaña supina a la hora de analizar la jornada de primera. Nunca preguntó por el título, tampoco por el nombre del cantante, que debía ser británico o americano, ni por el del compositor. Todo lo que sabía sobre ella se limitaba al compás, cuatro por cuatro, tal y como le indicó tras una tarde de partido su padre, maestro de música, después de haberle confesado él que la clave de su doblete, de sus precisas conducciones, de su pam, pam, pam, de su soberbia actuación, en definitiva, había residido en una canción, ha sido por la canción papá, por la canción, qué canción, hijo, qué dices, la que ponen siempre al principio y en el descanso, ah, esa, sí, esa, la tengo en mi cabeza, papá, la escucho y no pienso nada más, ya solamente juego, solamente me libero, cuatro por cuatro, hijo, cuatro por cuatro. Y en verdad era así en cada partido: recorto, miro, amago, paso, me muevo, recibo, devuelvo de primeras, controlo, quiebro, disparo, marco, y siempre al ritmo del pulso, del cuatro por cuatro que no tenía fin durante los noventa minutos, durante los sesenta, los cuarenta, los diez, los que le tocara jugar, recibo, protejo, aguanto, miro, la doy al espacio por alto, gano la posición, controlo, disparo, marco, con la misma fluidez con la que sonaba la canción, pam, pam, pam, pam. Siguió igual cuando llegó al infantil de aquel equipo de barrio, también cuando lo llamaron para formar parte de la selección provincial y cuando sus padres aceptaron la propuesta del conjunto de la capital para que jugara en su cadete. Fue fiel a su esencia cuando fichó por el juvenil de un club puntero de primera división y también cuando debutó a los diecisiete en el equipo senior. En sus primeras temporadas como profesional continuó dejándose llevar por el espíritu puro, por la particular manera de vibrar de su sangre, igual que si fuera un caballo desbocado, un pez pequeño entre tiburones, una nota avanzando con maestría de un compás a otro, cuatro por cuatro, cuatro por cuatro, cuatro por cuatro, gol. Intentó que las alabanzas no le distrajeran, luchó por que su fútbol prevaleciera sobre cualquier aspecto que no estuviera directa e íntimamente ligado a todo lo que ocurría sobre el césped, dámela, que yo resuelvo, pásamela siempre en tres cuartos, los balones a mí, que me la juego, y era fácil, reflejo, puro, sanguíneo, pam, pam, pam, pam. Se convirtió en el futbolista más importante del equipo, logró vestir los colores de la selección nacional, aprendió a ser pícaro, a desquiciar al rival aguantando el balón si su equipo ganaba, a provocar amonestaciones, firmó por el conjunto más puntero del país, experimentados entrenadores le enseñaron a pensar de manera práctica, a no mirar siempre hacia la portería, a jugar en la vuelta con el resultado de la ida, levantó La Orejona, recibió desorbitadas ofertas monetarias de otros clubes, fue portada no sólo de diarios deportivos, sino de publicaciones de toda índole, y poco a poco fue olvidando lo que le había hecho diferente hasta llegar a ser uno más entre muchos. Saltaba al campo y no pedía la bola. Cuando la recibía, miraba antes al luminoso que a sus compañeros para tener claro qué hacer en función del resultado. Ya no había pensamiento rápido, ni ejecución ligera, espontánea, veraz. Tener que adaptarse a los pormenores de cada partido le había convertido en un burócrata, en un tahúr. Fue llamado para formar parte del combinado nacional que acudió al Mundial por su bagaje, por el eco de una luz que el seleccionador aún creía poder volver a encontrar en su rostro, en sus piernas, no tanto por sus últimos méritos. El equipo empezó ganando con facilidad, pasó a octavos, a cuartos, a semis, alcanzó la final, pero su papel estaba siendo discreto. Empezó el partido crucial en el banquillo, como había ocurrido en los anteriores encuentros. Desde la segunda fila contempló las dificultades que sus compañeros estaban teniendo para imponerse al rival, ser campeones y lograr que en el futuro sus nombres fueran recordados siempre. El descanso llegó con el cero a cero inicial. Tras el pitido del colegiado, se subió la cremallera de la chaqueta del chándal hasta cubrirse todo el cuello y la boca, se levantó, indolente, cogió sus espinilleras y enfiló el túnel de vestuarios. Entonces tuvo lugar el milagro. Empezó a escucharla de nuevo cuando bajaba las escaleras; la reconoció tan sólo un segundo más tarde. Venía de lejos, de bastante lejos, pero la sentía tan cerca, tan íntima, tan suya: se trataba de la misma canción de intérprete y compositor ignorados, ahora a través de los altavoces del estadio ciclópeo, el cuatro por cuatro alegre y diligente, es esto, se dijo, es esto lo que había olvidado, esto lo que me faltaba, y de repente recordó el estadio humilde, a sus amigos en el alevín del equipo de pueblo, a su padre, cuatro por cuatro, hijo, cuatro por cuatro. Corrió hasta el vestuario como poseído por el demonio: míster, méteme, méteme ya, méteme, que ganamos, y el míster se dio cuenta, lo vio en seguida, en su cara, en sus piernas, por lo que no tuvo duda. Saltó al campo sin prestar atención al cero a cero; si hubieran ido perdiendo por cuatro, tampoco lo habría tenido en cuenta. Pitó el árbitro. Se hizo el silencio en mitad de la vorágine. Sólo escuchaba ahora su cabeza: controlo, protejo, oteo, abro a banda, busco el espacio, gano la posición, de primeras remato, marco, sin pensar nada, tan sólo me dejo llevar, me desmarco, recibo, con el control me oriento la bola, defino al segundo palo, marco, pam, pam, pam, pam, era el ritmo frenético, era el baile gentil, era la sangre borboteante, eran los necesarios elementos primarios retoñados para conformar la simiente de la futura leyenda florecida que se derramó durante cuarenta y cinco minutos sobre el verde.